Reseña

Desnudarse: ensayo sobre la piel de un escritor

Leer y escribir historias

Para Alonso Cueto, periodista, profesor y escritor peruano, contar historias es explorar la identidad oculta de los seres humanos a través del espejo crítico del lenguaje. Para él, un escritor es un diseñador, un transformador, un recreador de la realidad. Su obra, “La piel de un escritor; contar leer y escribir historias”, se divide en cuatro partes, ofreciendo una visión clara y vibrante del tejido, el tapiz en el que los diferentes aspectos que configuran el oficio de un escritor, confluyen.

1. El poder de un escritor es su voz. Su voz es una capacidad singular, reside en su forma de observar los eventos y situaciones que lo rodean a través de un constante ejercicio de autoexploración. Aquel que observa, conoce, y quien conoce es capaz de contar. Pero, ¿cómo contar? Un narrador omnisciente en un relato, por ejemplo, ofrece mayor amplitud y visión panorámica al compararlo con un narrador en primera persona, que ofrece cercanía, vínculo y experiencia directa. Novelas como “Cien años de soledad”, de García Márquez, necesitan de la movilidad y versatilidad de un narrador omnisciente. En cambio, obras como “El túnel” de Sábato, “El gran Gatsby” de Fitzgerald, o “El barón rampante” de Calvino, precisan de la identificación e inmediatez que provee un narrador en primera persona. Así mismo, al contar una historia se debe tener en cuenta que la narrativa depende del misterio, de aquello que desconocemos –sea esto del mundo exterior o de nuestro mundo interno–, pues todas las historias descansan en el complejo matiz de la vida humana. Es, desde ese sentido, que el personaje literario se vincula con los miedos, la muerte, el amor, y los impulsos esenciales del autor. En “Los Miserables” de Víctor Hugo, o en “La Metamorfosis” de Kafka, los personajes toman decisiones movidas por el drama que ocupa su existencia, así adquieren solidez al imaginarlos como personajes. Solo enfrentados al peligro, a la muerte o al cambio repentino, sus vidas se ponen en movimiento, el relato entonces, no es otra cosa que un mecanismo reflector. Desafíos y deseos, el fino tejido que los une al misterio de la vida que comparten con nosotros. Para alimentar esa nueva existencia, la riqueza interior de quien cuenta historias se yergue como un gran puerto. El asombro, como la capacidad de nacer de nuevo ante cada imagen, los viajes o el desplazamiento, como combustible para el inherente cambio, la transformación y el dolor, como fuente inagotable de sedimento, son pues, las vivencias cotidianas que, transformadas en observaciones y ejercicios imaginativos, crean la estructura, el soporte de una historia y su experiencia estética. Por que la vida, para un escritor, al observarla, se transforma en literatura.

2. El mal en la narrativa, como punto de apoyo, es el eje de la ficción y la base de la autoexploración, de lo desconocido. Adán y Eva, Caín y Abel, Edipo, Antígona, Teseo, Prometeo, todos son personajes transgresores, espejos de la maldad y su irrupción, propulsores del cambio y el movimiento. La literatura apoya su transitar artístico en un conflicto primigenio, el bien contra el mal, luz y oscuridad. Este conflicto no es algo imaginado, se refleja de forma constante en nuestra vida. Nos levantamos todos los días de la cama y recreamos el tópico, nos enfrentamos a un enemigo en común con la ficción, las decisiones. Esas decisiones pueden ser pequeñas o grandes, pueden darle continuidad al día o romper su aparente rutina. Tanto el héroe sumiso y pasivo, como el valiente y emprendedor, toman decisiones, y al entender la naturaleza de sus motivos y sus más profundos deseos, revelamos el misterio de nuestra vida, retratando de forma literaria nuestro propio conflicto. El poeta y filosofo Gastón Bachelard, en “El agua y los sueños”, habla de cómo, en el mito de Narciso, tanta fragilidad y delicadeza, es decir, tanta sensibilidad, tanta apertura hacia las aguas del sentimiento, empujan a Narciso fuera del presente. Lo desplazan –al igual que una historia y su mecanismo de espejo mueven al lector–, lo llevan, lo transportan a diferentes lugares. La contemplación de Narciso está ligada fatalmente a la esperanza [1]. Meditando sobre su belleza, observándose a sí mismo, auto-explorando su condición, Narciso medita sobre su porvenir, es decir, labra su propia historia. El mal entonces, como una estructura volátil, como incandescencia, dispara las nociones narrativas que a través de pequeñas o grandes decisiones, configuran los dramas de un relato. Un buen escritor, por ende, protege sus estímulos internos, los valora con recelo porque ahí deposita sus tesoros narrativos. Sin importar su bagaje, las semillas de grandes historias yacen en la cotidianidad de su memoria, en lo singular, en lo propio, en lo ordinario.

3. La literatura no tiene un tiempo, tiene muchos, y estos se entrelazan en el tejido global de la experiencia lectora. “Sylvie”, de Nerval, ilustra esta maraña de tiempos a través de una condensación de analepsis, hundiendo al lector en una bruma semejante a la de los recuerdos. Esta dimensión de varios tiempos –tiempo narrativo, tiempo de fabula, y tiempo de lectura, según Eco–, no son sino el reflejo de un tiempo más liquido, el tiempo subjetivo del gran dialogo, el tiempo de la literatura. En ese tiempo nuestra biblioteca depende de nuestra memoria. Para quien cuenta historias, la relación lector y escritor es una interacción continua, viva y reciproca. Así lo deja claro Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”, pues nuestra biblioteca personal es tan subjetiva como lo es nuestra visión del mundo. En “¿Por qué leer a los clásicos?”, Calvino estipula que: toda lectura de un clásico es en realidad una relectura[2]. ¿Qué releemos? Buscamos los códigos, la información sutil que deviene de años de tradición y que se oculta en los espacios, entre palabras, en las formas livianas que otorgan volumen y densidad a las historias. El escritor marca su obra, la significa, su forma de leer/escribir es única; no solo los libros que elige leer o el orden en el que lo hace construyen su identidad literaria, su propia visión del mundo lo configura como escritor. El entretenimiento y lo lúdico, virtud de la tradición narrativa, provienen de quien escribe con brutal honestidad. En ese flujo de palabras precisas resalta el trabajo de Henry James, pues nos recuerda en sus novelas y relatos basados en la técnica del punto de vista, cómo dar cuerpo a los personajes enriqueciéndolos con una detallada psicología interna. De nuevo, los mecanismos reflectores de un mundo casi imperceptible, el de los detalles, las decisiones, el deseo, configuran una matriz más grande. Es a través de esas pequeñas tramas, cada una con su tiempo, como se orquesta el transitar de una obra.

4. El lenguaje es una autoridad movible, cambiante, de fuga. Como dice Octavio Paz en “El arco y la lira”, es difícil no prefigurar el ritmo al lenguaje[3]. Nuestra noción del ritmo permite la movilidad, los patrones representan arquetipos y, como todo aquello que nace de la creación, de la imaginación, del intelecto humano, el lenguaje también cambia, evoluciona y se mueve. La lengua es la materia prima de las historias, sin embargo, el construir una imagen –imaginar un escenario, dotarlo de una historia, vivirlo internamente como una realidad–, describirla y traspasarla codificada en palabras, como un relato, es solo una de las vías disponibles para la comunicación. Hay muchas formas de narrar. Se construyen historias con la idiosincrasia y la cultura. Nuestra propia vida es una historia, se cuenta mientras la vivimos. Estos agentes, estas historias, viven del cambio. Nuestra civilización transmuta. Hoy los formatos de la brevedad inculcan una velocidad propia del afán, un desafío para la literatura, que se enfrenta al potencial narrativo de los medios audiovisuales. La agonía del eros, la hipercomunicación, y el totalitarismo invisible labran el suelo narrativo de una era sumida en la voracidad, la pornografía, la exageración y la inmediatez, que transforman los recursos literarios en simples mecanismos disuasivos. Los estímulos supernormales, descritos por Nikolaas Tinbergen[4], reinan en el consumo masivo de historias. Perseguimos, como los pájaros de su estudio, que abandonan sus propios huevos para incubar huevos falsos, de yeso, más grandes y azules que los naturales, el ideal de la belleza, del éxito, del amor, aunque sea solo en visiones fugaces e irreales. Entonces priman los protagonistas y la pantalla reina con precisión tirana. Nos dice qué apreciar, qué descalificar y qué seguir. Una insurrección de lo múltiple se avecina. La avalancha trae consigo un reto para el mundo literario, pues el lenguaje, en su expresión más amplia, se está moviendo. Como le dijo Isaak Babel a Raisa cuando asombrada, le preguntó como había mejorado su traducción de “Miss Harriet”, la obra de Maupassant: “No hay hierro que pueda penetrar de forma tan fulminante en el corazón humano como un punto colocado a tiempo” [5]. Se hace indispensable escribir ese punto. Darle forma al ritmo, prefigurar ese lenguaje del futuro y apropiarnos de su evolución. Nos enfrentamos al siglo de lo múltiple, múltiples verdades, múltiples lenguas, múltiples formatos, y sería un error devolvernos al infierno de lo homogéneo. Este es el desafío de las nuevas voces, el desafío de un nuevo lenguaje.

Jonathan Lerma H.

[1] Gaston Bachelard – El agua y los sueños; Ensayo sobre la imaginación de la materia (pág 44). Traducción Ida Vítale. México: 2003. Fondo de Cultura Económica de México

[2] Italo Calvino – Por qué leer los clásicos (pág 7). Traducción Aurora Bernárdez. México: 1992. Tusquets Editores

[3] Octavio Paz – El arco y la lira (pág 24). México: 1972. Fondo de Cultura Económica de España

[4] Nikolaas «Niko» Tinbergen – «Tinbergen, el estudio del instinto» 1989. Siglo Ventiuno Editores.

[5] Isaak E. Babel – A proposito de Guy Maupassant y su obra (pág 13). Editorial Norma – Cara & Cruz. Colombia: 1994.

Bibliografía

Márquez, G.G. – Cien años de soledad

Sábato, E. – El túnel

Fitzgerald, F. S. – El Gran Gatsby

Calvino, I. – Por qué leer los clásicos

Hugo, V.M. – Los miserables

Kafka F. – La metamorfosis

Bachelard G. – El agua y los sueños

Nerval G. – Sylvie

Eco U. – Seis paseos por los bosques narrativos

Borges J.L. – Ficciones

Paz O. – El arco y la lira

Tinbergen N. – Tinbergen, el estudio del instinto

Babel I. – Guy de Mauppasant

Maupassant G. – Miss Harriet

Todos somos prisioneros

El cuento de la criada, de Margaret Atwood, publicada en 1985, ha recobrado impulso después de que se transformara en una serie de televisión que ha rebasado la historia de la novela. La coincidencia de la emisión de la serie con el escándalo generado por una explosión de denuncias de abuso sexual en el mundo del espectáculo, principalmente en Estados Unidos, ha puesto esta obra en el centro de un debate bastante transitado sobre las relaciones de poder que se actualizan en la dominación sexual por parte de los hombres, tanto los adinerados y famosos como los de a pie, sobre las mujeres.

La novela de Atwood se ha considerado una puesta en escena de estas relaciones de dominación. Algunos la interpretan como una denuncia de los excesos de una sociedad patriarcal que pronto nos conducirá a la distopía imaginada por la autora; otros creen que es una representación de lo que pasará si las mujeres insisten en mostrar el deseo sexual y sus manifestaciones como un peligro. Sin embargo, creo que la novela nos alerta sobre una amenaza más abarcadora, que incluye a hombres y mujeres en una trampa de la que todos somos prisioneros.

En esta obra, ejecutada de manera inteligente, es obvia la discusión que se establece con los debates del feminismo en boga en los años setenta y ochenta, los mismos que confronta Judith Butler en su clásico El género en disputa, en torno a la definición de las mujeres como un sujeto político esencialista que se opone a los hombres como bloque monolítico. Incluso esto ha servido para que algunos esgriman la novela como una advertencia: si las mujeres siguen desafiando el poder de los hombres, estos van a reaccionar y van a terminar sometidas de verdad. Sin embargo, la autora, en la introducción de la edición de 2017, aclara que no considera su novela feminista en el sentido de “un tratado ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la capacidad de elegir moralmente”. Por el contrario, en la novela las mujeres tienen personalidades y comportamientos diversos que las ubican de maneras diferentes en el funcionamiento de esa sociedad distópica.

La insistencia en este componente de la novela ha opacado los otros dos aspectos constitutivos de esta distopía: el totalitarismo y la religión. La historia transcurre, en un futuro indeterminado, en Estados Unidos. A raíz de un ataque terrorista, atribuido a los islamistas radicales (un guion ya obvio a principios de los ochenta), se clausura el Congreso, se suspende la Constitución y se instaura una dictadura teocrática cristiana: una de las sectas toma el poder y prohíbe las otras doctrinas. Lo primero que se hace es apartar a las mujeres del espacio público, confinarlas en sus casas y someterlas al poder masculino para garantizar la reproducción, pues la sociedad atraviesa una creciente infertilidad.

La narradora vivió esta transición, fue capturada después de intentar huir con su esposo y su hija, de quienes no conoce su destino, despojada de su nombre y reclutada como Criada por ser fértil. Las Criadas tienen como función embarazarse de los hombres casados para que sus esposas infértiles sean madres. De esta manera, nos conduce por el entrenamiento de las Criadas, a cargo de otras mujeres denominadas Tías, la llegada a una familia que puede costear sus servicios; por la cotidianidad de un régimen jerarquizado en el que los hombres tienen el poder y acceden a la vida pública, mientras las mujeres están confinadas a la vida doméstica y organizadas en categorías similares a las castas.

Los nutrientes de este horror, según la misma autora, son sus viajes por los países comunistas de Europa Oriental a principios de los años ochenta, donde conoció la forma de vivir bajo un régimen totalitario, y el puritanismo del siglo XVII, que siempre ha estado en el corazón de los Estados Unidos. De allí la cautela permanente de los personajes, la certeza de ser objeto de espionaje, los silencios, las maneras de transmitir información de forma indirecta, las desapariciones, la simbología bíblica, la iconografía religiosa. En este caso, se trata de instaurar una ideología para sustentar un régimen autoritario de carácter cristiano, pero podría ser comunista o islamista si la novela ocurriera en otro lugar del mundo. Lo mismo hicieron los bolcheviques, los nazis, el Estado Islámico o el gobierno budista de Birmania al perpetrar el genocidio rohinyá; solo por indicar unos pocos casos del último siglo. Atwood se propuso como regla de su ficción “no incluir en el libro ningún suceso que no hubiera ocurrido ya en lo que James Joyce llamaba la ‘pesadilla’ de la historia”. Es decir, la savia de esta distopía palpita en el interior de nuestro mundo.

Todos los personajes, tanto hombres como mujeres, intentan sustraerse a las leyes a través de prácticas clandestinas que nos dejan ver la trastienda del régimen. Estas actividades no solo incluyen los movimientos de resistencia, sino también los esfuerzos individuales de poner en acción el deseo, el gran enemigo de esta sociedad. Detrás de la condena del cuerpo y el sexo sin funciones reproductivas, está la proscripción de cualquier asomo de individualidad. El hecho de que los Comandantes, hombres encargados de salvaguardar el régimen, también subviertan las reglas para vivir sus deseos indica que no creen que sea una ideología natural, feliz; solo la usan como instrumento de poder, y ellos mismos son prisioneros de ese orden mutilador.

En este sentido, la novela de Atwood nos advierte sobre una tiranía inhumana que acecha nuestra vida y nos condena a todos, sin importar si es gestionada por hombres o mujeres. El verdadero peligro es el perfeccionamiento de un sistema que ubica la reproducción como un problema esencial de la humanidad, a partir de lo cual se clasifican los cuerpos en función de su anatomía; un modelo que apela a la tradición, los textos sagrados, la reivindicación de un pasado perfecto, la promesa de paraísos recobrados o imaginados; un orden que no admite alternativas, que persigue la singularidad, la diversidad y el deseo porque de un plumazo deshacen su hegemonía como una necesidad de las sociedades humanas. En este mundo, a todos, hombres y mujeres, nos cercenan los sentimientos, el placer y la palabra para alimentar un monstruo abstracto. Es eso lo que hay que destituir. Ya sabemos que de nada sirve cambiar el capataz si la fábrica de autómatas sigue siendo la misma.

Róbinson Grajales

La especie fabuladora: no solo de pan vive el hombre

La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla.
Gabriel García Márquez

Narramos para encontrar sentido, para ubicarnos en el mundo y sentirnos parte de él, para habitarlo. Hacemos, mediante la ficción, mediante la fábula, el mundo. Somos hacedores y creadores de sentido. La humanidad, entonces, es verbo. Contamos para ser, para estar, para existir. Esta es la premisa de “La especie fabuladora”, de Nancy Huston. Un libro ágil, agudo. Un texto que nos da una visión inquietante —por su sencilla y hermosa complejidad— de lo humano.

 

 

El universo no es otra cosa que un silencio caótico. Una noche oscura que calla ante los eventos humanos. Pero nuestra esencia se nutre de las conexiones, de unir estrellas distantes en el tiempo y en el espacio. Somos constelaciones perdidas en la inmensidad de lo real, haciendo lo posible por encontrar un significado a nuestros pasos.

Y es que sin relato no hay existencia posible, nos dice Huston. Necesitamos el sentido, es decir, la narración. No basta con describir, con vivir. No es suficiente, en el mundo de las redes sociales, la experiencia de amar, de leer un libro, de hacer deporte, de viajar, de compartir una cena. Para que estas escenas de nuestra vida cobren valor deben pasar por el filtro de la ficción y transformarse en “historias” de Instagram. Deben narrar algo. Y si son narradas, en cierto modo, son inventadas, editadas. Según la autora, la vida no es otra cosa que una traducción incesante. Nuestros días son un ejercicio en el cual trasladamos a la ficción todo lo que vivimos.

La verdad no tiene cabida en un mundo de historias. Todo nombre, toda palabra, todo lenguaje, es alquimia. Es una reproducción de los rituales primitivos de magia: crear, mediante el uso del lenguaje, nuestra realidad. El problema está en que la ilusión del lenguaje, el orden que proporciona, nos engatusa. Hace que todo relato parezca verdadero. Pero no es así porque todo es ficción, ese dispositivo en el que ingresamos para consumir el mundo. Y somos adictos al confort que dicho dispositivo nos proporciona, de ahí el triunfo de las noticias falsas, espacio donde confirmamos nuestras creencias, reafirmamos nuestra identidad y sentimos que tenemos razón. En la gestión que hacemos de las redes sociales pasa otro tanto: narramos, sin sombras ni defectos, nuestra historia. Somos un Dorian Gray, un Narciso que se mira en las aguas de la ficción.

Huston cuestiona, incluso, la que para ella es nuestra gran ficción: el yo. Un espacio en el que se conjugan la memoria con la fabulación en una suerte de novela histórica. Porque somos lo que contamos que somos, lo que nos dicen que somos. Más que de carne y hueso, estamos hechos de historias. Y vamos elaborando, mientras la protagonizamos, la novela de la existencia, dándole sentido a todos nuestros actos, incluso a los sueños. Así, resulta casi imposible creer en el azar: no podemos dejar de metaforizar, de realizar conexiones, de asociar, de construir un sentido. No podemos dejar de fabular y pensar que todo pasa por algo.

Necesitamos las historias, nos dice la autora, porque padecemos una sed perpetua de sentido. Esta predisposición que nos hace humanos es aprovechada por las grandes instituciones para vendernos un estilo de vida, para persuadirnos y disuadirnos en las jornadas electorales, para asustarnos, para entusiasmarnos. Es el gran teatro del mundo que imaginó Calderón. Una puesta en escena que inicia con nuestro ingreso en la cultura, con la adquisición del lenguaje, con el sentimiento de desamparo permanente, que nos acompaña a lo largo de la existencia, cuando nos damos cuenta que vamos a morir. Al leer este libro comprendemos que no solo de pan vive el hombre.

Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2020