Mes: junio 2020

Escritura de luz: Literatura y fotografía

“El ojo que tú ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque él te ve.” 

Antonio Machado

 

La fotografía, a diferencia de otras expresiones artísticas, está rodeada de un halo de facilidad y su práctica parece desprovista de la exigencia. De este modo, la música, el dibujo, la pintura, la escritura y la escultura, miran como diosas de la destreza y la dificultad hacia abajo, de manera maternal, a aquel rincón ignominioso del arte accesible a todos, vulgar, prostituido, donde un máquina hace más que el artista. Sin embargo, nada más alejado de la realidad: la fotografía no es una cenicienta ni mucho menos una hija bastarda de la pintura, es una expresión vigorosa que revela el ethos del fotógrafo y, mediante el acto fotográfico, da cuenta de una elección constante. Eso es la fotografía, un acto, un gesto, una intención y, sobre todo, una elección. Elección estética, moral. Afán por vencer al tiempo, por atrapar el espacio y narrar esa lucha.

Como arte popular, la foto tiene una meta y un fin práctico: el registro. En ese sentido, los vasos comunicantes con la escritura se estrechan. Sin embargo, surgen interrogantes entorno a qué es digno de registrar pues las decisiones del fotógrafo lo configuran como un sujeto inmerso en una dinámica social. Así pues, lo fotografiable, aquello que consideramos digno de conservar, de salvaguardar, como un fósil congelado, de la virulencia del tiempo, responde a una cultura determinada, e incluso, a una clase social. Entonces ¿Qué es fotografiable y por qué? ¿Qué se esconde detrás del gesto de la toma, de su recepción, su contemplación y su posterior interpretación? Esta historia que subyace tras el acto fotográfico, esa fuerza invisible que impulsa capturar y a disparar, debe y necesita  ser contada. ¿Por qué fotografiamos lo que fotografiamos?

 

Narciso editor

Mallarmé afirmó: “Todo existe para culminar en un libro”. El anhelo de mirar, bajo el lente poético, convierte la realidad en un simulacro, en un caos que sólo el poeta puede aclarar mediante sus versos. De algún modo, dicha máxima ha mutado y hoy podemos afirmar que todo existe para ser fotografiado, para culminar en un portarretrato, en un álbum familiar, en las redes sociales o como fondo de pantalla de un laptop o un Smartphone. Al igual que Mallarmé, el sujeto que se autorretrata desea poseer y transgredir el devenir natural: desea vencer a la muerte y, más que eso, desea belleza. Ordenar, en una sonrisa, en una pose, el caos de la existencia. Borrar los momentos malos, editar, tachar y condensar su vida en un fugaz destello de felicidad (como el poeta que escribe el primer verso y, con una fiebre creadora, busca incesantemente otros versos que le hagan compañía). El mito de narciso ante el espejo es la imagen de sujeto congelado, petrificado, cámara en mano, ante el poder de su mirada: sinécdoque de un acto solitario y simplificador; sujeto que es pluma, lente, mano, ojo. Reflexionar sobre esto nos permite trazar objetivos y unir, en abrazo cálido, el lápiz y la cámara. Entender la fotografía como una transformación de lo real, como un vehículo para expresar nuestra noción de mundo, nuestra mirada. Verme y apreciarme como otro a través de la cámara, conocerme y descubrirme y desnudarme mediante la palabra y las fotos en un proceso similar a la edición. Porque tanto la escritura como la fotografía son actos de reciclaje, de selección. Son la búsqueda del momento y la palabra justa.

 

La verdad interior

La foto y el texto, entonces, pueden ser asumidos como partos donde un nuevo yo ve la luz mediante un punto de vista determinado o una pose. Jardín de los imaginarios que se bifurcan: lo que creo ser, lo que quisiera ser, lo que la cámara dice que soy y lo que el escritor interpreta de mí. La duda habita en dichos imaginarios y convierte al fotógrafo-poeta en un acróbata. Un funambulista que reta las leyes de lo probable, que hace malabares y oculta y omite para crear tensión, para dotar al relato-foto de una atmósfera. Este acróbata lucha por dar vida ahí donde la muerte está más presente: al borde del precipicio, donde el parto y la muerte se unen en un gesto creador cotidiano: el instante irrepetible. Su labor es dotar de verdad interior a su relato-foto y sembrar en el espectador la duda, y  que desee leer y desentrañar el pasado, que imagine un futuro.

 

El baile de la ficción

Como arte popular, la fotografía encuentra semejanzas con el baile. Ambos constituyen un acto ritual, y un acontecimiento social sujeto a ciertas convenciones. La fotografía responde, en el orden de lo social, a la conmemoración de logros, la necesidad de construir un relato cronológico y al afán por exhibir una imagen, un retrato/relato (tanto familiar como de sí mismos). Incluso, cuando no se participa de dicha convención, se transforma en un instrumento de poder que expresa rebeldía —“no tengo foto de perfil en Facebook”, “me niego a posar en una foto familiar”, “sonrío para la foto de la cédula”— y rechazo hacia las convenciones imperantes. La ruptura con los cánones establecidos supone un impacto. Es mostrar a alguien (a otro o a sí mismos) desde una mirada novedosa, nueva, renovada, fresca. Es conocer al sujeto fotografiado como jamás podrá conocerse. Escribir con voz propia, con ímpetu y decisión, en la era de la nostalgia instantánea, supone narrar desde el silencio (como quien lleva en la cartera la foto de la madre, la esposa, la hija y cree llevar consigo todo lo que estos representan en una sinécdoque amorosa, en un uso “talismánico” de la foto), de lo no dicho e inventar un baile, de ritmo y compás propios. ¿Cómo lograr que un relato-foto perdure en esta sociedad saturada? ¿Cómo narrar e imponer mi voz ante tanto ruido?

 

La caverna platónica

Toda obra de arte debe buscar la luz aun cuando su materia prima sean las sombras. Las palabras y las imágenes son esas sombras que los prisioneros, en su soledad y confinamiento — ¡qué familiares resultan esos prisioneros de Platón cuando contemplamos a alguien con su Smartphone!—, consumen sin cesar. La sombra, por más oscura que sea, lleva en su interior el germen de la llama que le dio vida. Es obligación del artista conservarla. Por eso, tanto el relato-foto debe expresar algo y no quedarse anclado en la representación de objetos, en la descripción de un espacio. Para hallar la luz primigenia, las sombras deben despertar sensaciones, desencadenar miedos, sospechas, deseos, despertar fuerzas desconocidas y conmover. Las pasiones son invisibles, pero el ojo las reconoce mediante la asociación, y encadena el exterior a un interior inmanente. Abandonar los clichés y entablar una relación de empatía con el sujeto, objeto, animal o paisaje retratado. Hermanar las palabras y las fotos.

Gabriel Rodríguez

@luisgabrielr7

 

Referencias bibliográficas

 

Bachelard, G. (2000). La poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Barthes, R. (1989). La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Barcelona: Paidós.

Campbell, F. (2010). Las palabras y las fotos. Revista de la Universidad de México(75), 70-77.

Dubois, P. (1986). El acto fotográfico. De la representación a la recepción. Barcelona: Paidós.

Fontcuberta, J. (1997). El beso de Judas. Fotografía y verdad. Barcelona: Editorial Gustavo Gili.

Fontcuberta, Joan (ed.). (2004). Estética fotográfica (selección de textos). Barcelona: Editorial Gustavo Gili.

Jiménez, C. (2002). Los rostros de Medusa: Estudios sobre la retórica fotográfica. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Juarroz, R. (1991). Poesía vertical. Madrid: Visor .

Sontag, S. (2008). Sobre la fotografía. Barcelona: Random House Mondadori.

Wajcman, G. (2010). El ojo absoluto. Buenos Aires: Manantial.

 

La vida no ha cambiado nada

 “La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco,

pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí”

Paul Auster, El país de las últimas cosas

 

El futuro siempre tiene una capa de neblina que lo hace difuso. No lo vimos venir. Ahora podría quitar las tablas que protegen la ventana y dejar que el aire viciado por el aburrimiento se vaya, pero tengo miedo. No sé si logres entender mi situación, pues hace mucho que no vienes por aquí y el recuerdo que tienes de Sultana es otro, sin tantas sombras. Me gustaría, si esta carta logra llegar a tus manos, que reflexionaras sobre esto: es fácil acostumbrarse a un mundo pequeño, si tienes alimentos en conserva, una buena provisión de cerveza y tu gato rondando por ahí. Todo es posible si hay unas condiciones mínimas. Lo difícil es el silencio, la falta de contacto, la soledad. Escucho ruidos humanos, pero son distantes. No hay palabras. No reconozco nada pues el miedo nos ha sumido en un mutismo primigenio, lleno de polvo, de oscuridad. Sultana ha cambiado después del virus. Dicen que la gente pinta en las paredes, con la desesperación de sentirse humanos, escenas de la vida cotidiana antes de la pandemia.

El polvo logra entrar, aunque estoy sepultado. Trae otras sinrazones, otras sombras. Barro, impulsado por la costumbre, esa mezcla de caminos sin recorrer, de abandono. Hermano, quizás, sólo nos queda eso: compartir, a través del viento y del azar, nuestros pasos. Compartir nuestras ausencias, nuestros silencios. Voy de la sala al patio, y siempre que paso, voy acariciando las bifloras y las matas de sábila de mamá. El polvo se adhiere a ellas en un abrazo más sencillo, y por tanto más fuerte. No tengo otra forma de recordar. Pienso que este mundo, que ahora vive más allá de nosotros, sólo sobrevivirá si podemos recobrarlo después. Si podemos acariciar el polvo.

No intentes venir por mí, hermano, lo que teníamos que vivir, ya lo vivimos. No encontrarás otra cosa que neblina. No nos queda nada. Porque el virus nos quitó los abrazos. Fue como si nos arrancaran la piel. Al principio, como ya sabrás, nos tuvimos que recluir en nuestras casas. La ciudad cerró los ojos y se retiró a dormir. Lentamente, avanzamos hacia el precipicio del tedio, de la destrucción más cruel: caímos sin remedio en la indiferencia ante el dolor de los demás. Se escuchan ruidos humanos, claro que sí, pero todos contienen una sombra de miedo: cristales rotos, disparos, gritos. No recuerdo la última vez que reí. No sé con quién hablé ni qué voz escuché antes de esta locura.

He comprendido que siempre valoramos lo que está roto. Lo que ya no está. Te extraño, hermano. Antes de todo esto me alimentaba la ilusión de tu regreso, la posibilidad de tu llegada. Porque los reencuentros son más importantes que la costumbre, y la llegada a una casa, después de enfrentarte a la ciudad, y tocar la puerta, escuchar los pasos que se aproximan, es lo que justifica los muros. Y deja marcas muy hondas. Porque una casa no es para vivir en ella, es para llegar. Es una invitación a salir. Pero no podemos marcharnos ya, hermano. Porque Sultana es un agujero, un gemido de posibilidades. Una trampa.

Por eso recorro la casa: para sentir que avanzo. Camino para sentir, aunque sea por unos instantes, algo de incertidumbre: la ignorancia de lo que encontraré cuando regrese. Pero ya no puedo más. Estoy agotado.

Hermano, la imagen que me llena de zozobra, y que me impulsó a escribir esta carta es tan sencilla, tan banal, que hace un par de años —cuando tuvimos la oportunidad de vernos y, después de mucho tiempo, con el ánimo contrariado y oscuro por nuestras diferencias políticas, nos dedicamos a discutir sobre el futuro del país en lugar de compartir la cena—, me sería imposible concebirla: la ciudad de Sultana ya no existe. Porque una ciudad, más que un lugar, es un relato compartido. Una danza. Una sucesión de calles, es verdad, pero también de historias, de recuerdos. Ahora sólo hay ruidos. Lo que imagino de Sultana, es borroso, y no tengo con quien compartirlo. El viento, que trajo el virus, trae canciones, pero no las entiendo. Susurro las palabras que alguna vez significaron algo, y que, como etéreos y fugaces escondites, cobijan nuestros recuerdos. Pero nada tiene sentido.

Nos encerramos a lavarnos el alma. Pero no estábamos preparados para enfrentarnos a nosotros mismos. Tú eres la persona que mejor me conoce y sabes que la lluvia y las aves, con su canto inocente, siempre me llenaron de una música repleta de buenas noticias que no sabía descifrar, pero que me proporcionaban dicha. Sabes que disfruto del movimiento del mundo y, aunque ahora esté encerrado en el viejo caserón del barrio Alameda, que nuestros padres compartieron, mi corazón continúa buscando volar. Son cosas que no se pierden ni viviendo en medio de la muerte y la basura. Por eso creo que, al encerrarnos, la oscuridad del virus, y la limpieza que siguió después, invadieron nuestra esencia. Nos lavamos tanto que terminamos sin rostro, sin palabras, sin alma.

Hace tres noches que caminan por los tejados. No sé qué ha pasado en Sultana y no sé si quiera averiguarlo. No tengo fuerzas, no para salir e investigar. Sólo quiero encontrar las palabras para contarte lo que siento y trasladar al papel lo poco que me queda de humanidad. Quizás están en los tejados porque en la ciudad ya no hay una tierra que pisar. O están fundando otro mundo encima de mis ruinas. Imagino que es lo más normal, lo que hace todo sobreviviente: esconder las cicatrices.

No existe el prójimo porque no existe un mundo compartido. Olvido muchas cosas últimamente, y creo que no pasará mucho tiempo, hasta que ya no pueda volver más a ese mundo que habitamos juntos. No existe el prójimo porque no puedo mirarme en nadie, ni mucho menos reconocerme. Hermano, te ruego que no vengas por mí: no creo que pueda, en esta oscuridad, distinguir tu voz.

Anoche —es decir, cuando ya no pude sostener el lápiz, y la veladora roja con la imagen de la virgen María, en su pequeño crepúsculo, me indicaba que había transcurrido mucho tiempo y que debía dormir— tuve una pesadilla: una voz sin rostro me gritaba, “la vida no ha cambiado nada”. Y lloré por ti, hermano. Por nuestra distancia insalvable.

 

Gabriel Rodríguez