Microficción

Microficción y complejidad

Damien Hirts, inquieto por el fenómeno de la muerte y en un afán por retratar su avance inevitable, expuso un tiburón en una tina llena de formol en lo que llamó “La imposibilidad física de la muerte en la mente del espectador”. El tiburón funciona como metáfora de aquellos mitos inamovibles de la literatura que son trasformados por los microficcionistas. En un destello de genialidad, vuelven a la vida, son rescatados del polvo y de la muerte a través de una idea, de una emoción que interpela al lector y lo invita a pensar igual que ésta obra invita a reflexionar sobre el miedo sacando al tiburón de su mundo, matándolo y resucitándolo gracias al miedo que habita en el imaginario de los espectadores. No hay verdades sólidas e irrefutables para el arte de la ficción mínima. El microrrelato, en tanto manifestación literaria líquida, se comporta como un agente transgresor que devela la condición caótica de la realidad, cuestionando lo inamovible, encarándolo, enfrentándolo. De ahí surge el interés por la microficción como una expresión que motiva a pensar, que se alimenta de lo cotidiano y de lo literario, que cuestiona la función que tiene el lenguaje y lo desautomatiza. Lo despoja de todo elemento mundano y práctico y lo lleva al terreno poético y filosófico. Lo vuele arte. Es lo que hace Ana María Shua con su propuesta estética:

Enanismo

Como bien lo saben los empresarios circenses, el tamaño no es un destino sino una elección. Cualquier persona adulta puede convertirse en un enano siguiendo una serie de instrucciones sencillas que exigen, eso sí, una alta concentración. Por ejemplo, este minúsculo hombrecillo que ven ustedes aquí fue hasta hace dos meses un robusto mocetón de un metro ochenta y dos centímetros de altura y noventa y un kilo de peso. Por ejemplo, este microrrelato que está usted leyendo, fue hasta ayer mismo una novela de seiscientas veintiocho páginas. (Shua, 2009)

La muerte del autor

“Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura.”

(Roland Barthes, La muerte del autor)

La experiencia lectora semeja un viaje. Un viaje hacia la ciudad del símbolo, de la fantasía y la imaginación: urbe evocada que cambia con cada visitante que  traspasa sus puertas. Los cimientos de esa ciudad poética, los signos, son firmes, inmutables en su forma aunque no en su fondo. La esencia cambia con cada interlocutor, con cada lector. Italo Calvino dice, en sus «Ciudades invisibles: “Podría decirte de cuantos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de Zinc cubren sus techos; pero sé ya que sería como no decirte nada”. Describir no valdrá de nada —en cuanto a veracidad se refiere— pues no existe una verdad suprema, invariable. Narrar algo es expresar una subjetividad y, de alguna manera, transformar lo narrado. Así pues, la escritura como mecanismo para registrar acontecimientos, como ayuda memorística, languidece.

La memoria se establece como una red, como una estela discontinua que cambia constantemente. La huella de una huella como las ruinas circulares de Borges: templo donde se proyectan los sueños. Donde el que sueña, también es soñado. De esta manera, la microficción emerge como expresión artística paradigmática y abanderada de esa muerte del autor, de la pérdida de una historia única y una interpretación hegemónica. La obra que no puede renovarse está muerta, parece ser la premisa de los microficcionistas como Ana María Shua. De esta forma, la quietud interpretativa de una obra de arte es vista como otra forma de olvido pues ya no existe necesidad de generar un debate o algún tipo de pensamiento en torno a dicha obra. La microficción actúa de un modo renovador y mesiánico frente a los mitos y las vacas sagradas de la literatura, mostrando su degeneración, su putrefacción como lo hace Przybyla, artista polaca contemporánea, con las ramas fugaces que ostentan, frente a la madera barnizada, la vida como degradación, como transformación y dinamismo invitando a pensar sobre la finitud. De esta manera, la microficción, como arte breve, busca conmover y suscitar en el lector dudas que lo lleven a plantearse su relación con el mundo, enfrentándose a las obras inmortales y  a las verdades inmutables con la intensión de herirlas para devolverles un poco de vida.

La microficción: un nuevo paradigma estético

El auge de la microficción va de la mano con el crecimiento de las tecnologías de la información y la comunicación, que nos invitan a una efectividad constante y, por tanto, ponen por encima de todo la brevedad. El paradigma estético al que están inscritas está emparentado con los nuevos paradigmas científicos y sociales. Las filiaciones genéticas que promulga la ciencia se trasladan al arte en forma de mutación e hibridación, de herencia que se recibe con la intención de transgredir y transformar; expresión capaz de generar ideas, debates, reflexiones; brindando destellos que permitan reflexionar alrededor de problemáticas sociales, artísticas y filosóficas. En ese sentido, la obra de Ana María Shua se posiciona como una herramienta propicia para estudiar este paradigma estético donde el metabolismo creador ha mutado, se ha acelerado y consume y devora a la obra de arte clásica de la que es precursora.

No hay un demiurgo creador, un Autor Divino, con mayúsculas, del que proviene una obra inalterable, con un único sentido. Una obra así sería como la ciudad de Zora de Calvino, desecha, condenada al olvido por su quietud. La memoria encarnada en el cuerpo de la ciudad, la destruye. Así como el proceso creador se ve atado, prisionero, si siempre recuerda y venera las grandes obras del pasado, también puede generar nuevas realidades estéticas si establece diálogos con dichas obras, tomando prestado, borrando algunas huellas para dibujar sobre el lienzo. Si emprende la tarea de reescribir.

La memoria —esa mirada constante hacia lo conocido, hacia atrás―, condenó a aquella mujer bíblica convirtiéndola en una estatua de sal: petrificada en el pasado igual que la ciudad de Zora, envuelta en el manto blanco de la memoria sin horizonte, en la lectura respetuosa del autor, en la lectura sin escritura.

«Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en el recuerdo. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni una nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir, imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve caños, la torre de cristal del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, la estatua del ermitaño y el león, el baño turco, el café de la esquina, el atajo que lleva al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria. (Calvino, 1998)

Así, la microficción renuncia a ese respeto. Renuncia a narrar y toma prestados distintos discursos. El paradigma estético al que está inscrito es transversal y no repara en asumir como propios las formas de otras disciplinas. Así pues, la microficción adopta estrategias discursivas propias de la argumentación y muta hasta convertirse en una formula, en una ecuación, en un silogismo. Decir microficción entonces, es decir microensayo, microciencia, microarte:

Órdenes son órdenes

Yo soy solamente un Ejecutor. Los verdaderos responsables, los que dan las órdenes, están Más Arriba. Esa frase acostumbraba repetir para disculparse, cuando, un tiempo después de terminar Su Obra de seis días, empezaron a subir las primeras almas apremiadas, quejándose de los groseros errores de la Creación. (Shua, 2009)

El lector semeja a esas almas apremiadas. El libro le acoge una primera vez y parece marcar su destino, sellando una relación filial, atando un hilo dorado de recuerdos borrosos, ausente de detalles que aunque no son reconocibles, son familiares. El lector nunca es el mismo aunque se enfrente siempre al mismo texto: el autor desaparece y lo relatado pasa a formar parte de un metarelato interior, personal, íntimo. El microficcionista es un lector irrespetuoso y profanador, un prestamista que lee con la intensión de olvidar, de trasgredir, de mutar genéticamente al texto; piensa la lectura como abono para sembrar dudas, para escribir capsulas de pensamiento, pequeñas circunferencias rodeadas de incógnitas, de referencias. Patrick Suskind en su relato “Amnesia in letteris” ilustra ese olvido del lector que se transforma en hallazgo:

Hasta que llego a un pasaje en el que el relato alcanza, sin duda, su máximo esplendor y que me arranca un ¡ah! en voz alta, «¡ah, qué bien pensado!, ¡qué bien dicho!». Y cierro por un momento los ojos para reflexionar sobre lo leído, que ha abierto una brecha en el marasmo de mi mente, que me ofrece perspectivas completamente nuevas, que emana nuevos conocimientos y asociaciones, que me clava aquel aguijón que decía: «Tienes que cambiar tu vida». Y, de manera casi automática, mi mano coge el lápiz, y pienso: «Tienes que subrayar eso», escribirás un «muy bien» al margen y trazarás un grueso signo de admiración detrás y anotarás con unas palabras el torrente de ideas que han desencadenado dentro de ti esas líneas, como ayuda para tu memoria y homenaje documentado al autor que te ha iluminado tan grandiosamente. Pero, ¡ay! Cuando poso el lápiz sobre la página para garabatear mi «¡muy bien!», figura allí ya un «muy bien», y el breve resumen que quiero apuntar ya ha sido escrito también por mi predecesor, y lo ha hecho con una letra que me es muy familiar, la mía propia, pues el predecesor no es otro que yo mismo. Yo había leído el libro hace tiempo. (Suskind, 1996)

El lector olvida que ha leído. Olvida los indicios de esa lectura, sus huellas. Incluso olvida el autor. No obstante, no se trata de olvidar por completo toda referencia y todo norte. Se trata de profanar tumbas, de asesinar dioses. La clave está en la forma en que asumimos la lectura. Pensarla como un proceso metabólico y no como una suerte de manía de coleccionista.

Funes el memorioso recuerda cada hoja de un árbol y a su vez recuerda cada mirada, cada vistazo y esto le paraliza, le vuelve un ser irracional, insensato; su memoria frustra toda comunicación. Es imposible imaginar un Funes escritor, incapaz de usar una palabra ya empleada en otra obra, incapaz de olvidar que el autor no existe porque no existe auditorio. La relación comunicativa sólo se da entre iguales, quien escribe se dirige a un lector que también escribe en su mente la obra. No hay autor pues todos somos autores. Sólo cambia la perspectiva, como ilustra Borges en su relato:

 “Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.” (Borges, 2011)

La ciudad invisible de Isadora refleja la paradoja del autor. Lo imaginado lo destruye, la ficción que alimentó no corresponde con el resultado final pues no permanece estático. La madre que ve crecer a su hijo, tan distante del que cobijó en su vientre. Así, el viajero que se adentra en las calles de Isadora, ciudad evocada, soñada, imaginada y cambiante como las narraciones que la componen, ciudad que pertenece a quien la soñó y que lo abandona en cuanto termina el sueño, se transforma.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos. (Calvino, 1998)

Ciudad que cambia porque el viajero cambia y la estela del recuerdo, como la escalera en forma de caracol fabricada con caracoles, se eleva en una espiral interminable de historias. La solidez no tiene cabida en Isadora ni en la experiencia lectora. El simulacro siempre desencanta como el mapa inútil de Borges que pretende reproducir los deseos y la realidad. Deseo que se hace recuerdo como en las narraciones de Sherezada donde una historia contiene otras historias y la expectativa por conocer el final se difumina al rayar el alba dando la bienvenida a otra historia en un bucle interminable. Así actúan las microficciones, como una Sherezada que renueva y sorprende, que invita a pensar y presenta el lado oculto de una historia, que teje un manto intertextual que nunca acaba.

Arte líquido o la microficción como herramienta para pensar

La microficción viene a ser el arte en movimiento, lejos de la anquilosada y sólida narración convencional, «arte cinético» que trasgrede el orden y la regularidad para provocar un movimiento en la mente del espectador. La experiencia lectora y la actividad creativa suponen visitar el mundo de imágenes y símbolos como un asaltante y no como un turista, del mismo modo que el espectador de una instalación se mimetiza con la obra y forma parte de ella. Aprovechar el fugaz instante de lucidez que despierta una historia para transgredirla y subvertirla. Como aquellas ciudades susceptibles a caer y ser las ruinas de otra ciudad, el germen de filosófico que habita en la realidad permite que la microficción se configure como máquina para pensar el mundo. Como la ciudad de Maurilia, que posee un pasado gracias a que éste ha sido reemplazado por un futuro.

En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo tiempo a observar viejas tarjetas postales que la representan como era: la misma plaza idéntica con una gallina en el lugar de la estación de ómnibus, el quiosco de música en el lugar del puente, dos señoritas con sombrilla blanca en el lugar de la fabrica de explosivos. Ocurre que para no decepcionar a los habitantes, el viajero elogia la ciudad de las postales y la prefiere a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de las reglas precisas su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia perdida, que, sin embargo, se puede disfrutar solo ahora en las viejas postales, mientras antes, con la Maurilia provinciana delante de los ojos, no se veía realmente nada gracioso, y mucho menos se vería hoy si Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que era. Hay que cuidarse de decirles que a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se han ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros. Es inútil preguntarse si estos son mejores o peores que los antiguos, dado que no existe entre ellos ninguna relación, así como las viejas postales no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia como ésta. (Calvino, 1998)

El autor muere en ese préstamo, se confunde con sus precursores: así, la microficción usa los lugares comunes, las ideas preconcebidas y absolutas de la realidad para proyectar ideas. Ana María Shua lo ilustra así en relación con la creencia popular de lo que significa el masoquismo:

Abaratando costos

Algunos masoquistas disfrutan con la idea de que otros asistan a su humillación. Los que pueden hacerlo contratan dos o más pupilas. Pero para los verdaderamente ricos está prevista la participación de cinco mil extras y el alquiler del estadio. (Se rumorea que los espectadores son sádicos, que se les cobra la entrada). (Shua, 2009)

La obra de arte duradera, con un significado duradero, sin movimiento y sin posibilidades para el espectador, está en las antípodas de lo que pretende la microficción. El movimiento de la obra de arte líquida (Bauman, 2007), no es el movimiento monótono y controlado, es la espontaneidad desprovista de regularidad, es la transgresión y la sorpresa, la provocación que busca fundar nuevos símbolos. Las ruinas de las ciudades se suceden unas a otras: son precursoras, fundadoras. Organismos vivos que se alimentan unos de otros por la realidad social, por los adelantos científicos y el auge de las nuevas tecnologías que promulgan, como señala Calvino, la rapidez como valor. El lector no está, no puede estar, unido a un hilo progresivo, a una escalera que sólo conduce en una dirección. Como en la biblioteca de Babel de Borges, el desorden de cada viajero es su camino, su ruta: un mapa subjetivo de lecturas, de mundos. Los puntos en común que dicho viajero encuentra en sus paseos por la ciudad son el canon, el orden dictado por la cultura: no es un camino, son referencias, señales para transitar. Como manifiesta Vattimo sobre la postmodernidad, la microficción representa la pérdida de un epicentro. La muerte del autor anunciada por Barthes. La hegemonía de la verdad occidental da paso a una visión plural del mundo. La emancipación, la espontaneidad y la subjetividad se erigen, en contraposición al progreso unidireccional de la modernidad, en los guías del visitante contemporáneo: el lector desarraigado que construye su propia obra, que al leer crea, que piensa, duda y hace camino al andar.

Conclusión

Pensar lo pasado e inamovible, es sacudirlo del letargo y transformar el «érase una vez» en un sinfín de veces y trasladarlo al presente líquido. La microficción se configura, entonces, como una forma de enfrentar la muerte, de pensar la finitud y la trascendencia. Lo biológico perece, lo humano trasciende. De esta forma, al igual que arte hiperreal de Hirst y de Przybyla, la microficción abandona la postura cómoda de la obra de arte como herramienta para la diversión pues así pierde la capacidad de producir sensaciones y emociones, de provocar, de asombrar. Este nuevo paradigma estético, abrazado a las nuevas tecnologías de la información, logra escapar de la monotonía y convertirse en un acontecimiento único. Viajar ligero de equipaje, como recuerda Bauman, es el elemento que da fuerza al autor de microficción, un artista líquido y liviano que expande y aumenta mundos, que argumenta de manera sensible, que despierta en los lectores el placer de pensar.

 

Gabriel Rodríguez Bolaños

Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle

Director de Altazor Escritura Creativa

Autor del libro de ensayos «El camino de la Escritura: reflexiones sobre la escritura creativa» Bogotá, Nueve Editores, 2022

 

 

Bibliografía

Barthes, R. (1994). La muerte del autor. En R. Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura (págs. 65-71). Barcelona: Paidós.

Bauman, Z. (2007). Arte, muerte y postmodernidad. En Z. Bauman, Arte, ¿líquido? (págs. 11-27). Madrid: 2007.

Borges, J. L. (2011). Funes el memorioso. En J. L. Borges, Cuentos completos. Bogotá: Random House Mondadori .

Calvino, I. (1998). Seis propuestas para el próximo milenio. Barcelona: Ediciones Siruela.

Calvino, I. (2007). Las ciudades invisibles. Madrid: Siruela.

Guattari, F. (1994). El nuevo paradigma estético. En D. F. Schnitman, Nuevos Paradigmas, Cultura y Subjetividad (págs. 185-205). Barcelona: Paidós.

Shua, A. M. (2009). Cazadores de Letras (microficciones reunidas). Madrid: Editorial Páginas de Espuma.

Suskind, P. (1996). Amnesia in letteris. En P. Suskind, Un combate y otros relatos. Barcelona: Seix Barral .