Cuento

La vida no ha cambiado nada

 “La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco,

pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí”

Paul Auster, El país de las últimas cosas

 

El futuro siempre tiene una capa de neblina que lo hace difuso. No lo vimos venir. Ahora podría quitar las tablas que protegen la ventana y dejar que el aire viciado por el aburrimiento se vaya, pero tengo miedo. No sé si logres entender mi situación, pues hace mucho que no vienes por aquí y el recuerdo que tienes de Sultana es otro, sin tantas sombras. Me gustaría, si esta carta logra llegar a tus manos, que reflexionaras sobre esto: es fácil acostumbrarse a un mundo pequeño, si tienes alimentos en conserva, una buena provisión de cerveza y tu gato rondando por ahí. Todo es posible si hay unas condiciones mínimas. Lo difícil es el silencio, la falta de contacto, la soledad. Escucho ruidos humanos, pero son distantes. No hay palabras. No reconozco nada pues el miedo nos ha sumido en un mutismo primigenio, lleno de polvo, de oscuridad. Sultana ha cambiado después del virus. Dicen que la gente pinta en las paredes, con la desesperación de sentirse humanos, escenas de la vida cotidiana antes de la pandemia.

El polvo logra entrar, aunque estoy sepultado. Trae otras sinrazones, otras sombras. Barro, impulsado por la costumbre, esa mezcla de caminos sin recorrer, de abandono. Hermano, quizás, sólo nos queda eso: compartir, a través del viento y del azar, nuestros pasos. Compartir nuestras ausencias, nuestros silencios. Voy de la sala al patio, y siempre que paso, voy acariciando las bifloras y las matas de sábila de mamá. El polvo se adhiere a ellas en un abrazo más sencillo, y por tanto más fuerte. No tengo otra forma de recordar. Pienso que este mundo, que ahora vive más allá de nosotros, sólo sobrevivirá si podemos recobrarlo después. Si podemos acariciar el polvo.

No intentes venir por mí, hermano, lo que teníamos que vivir, ya lo vivimos. No encontrarás otra cosa que neblina. No nos queda nada. Porque el virus nos quitó los abrazos. Fue como si nos arrancaran la piel. Al principio, como ya sabrás, nos tuvimos que recluir en nuestras casas. La ciudad cerró los ojos y se retiró a dormir. Lentamente, avanzamos hacia el precipicio del tedio, de la destrucción más cruel: caímos sin remedio en la indiferencia ante el dolor de los demás. Se escuchan ruidos humanos, claro que sí, pero todos contienen una sombra de miedo: cristales rotos, disparos, gritos. No recuerdo la última vez que reí. No sé con quién hablé ni qué voz escuché antes de esta locura.

He comprendido que siempre valoramos lo que está roto. Lo que ya no está. Te extraño, hermano. Antes de todo esto me alimentaba la ilusión de tu regreso, la posibilidad de tu llegada. Porque los reencuentros son más importantes que la costumbre, y la llegada a una casa, después de enfrentarte a la ciudad, y tocar la puerta, escuchar los pasos que se aproximan, es lo que justifica los muros. Y deja marcas muy hondas. Porque una casa no es para vivir en ella, es para llegar. Es una invitación a salir. Pero no podemos marcharnos ya, hermano. Porque Sultana es un agujero, un gemido de posibilidades. Una trampa.

Por eso recorro la casa: para sentir que avanzo. Camino para sentir, aunque sea por unos instantes, algo de incertidumbre: la ignorancia de lo que encontraré cuando regrese. Pero ya no puedo más. Estoy agotado.

Hermano, la imagen que me llena de zozobra, y que me impulsó a escribir esta carta es tan sencilla, tan banal, que hace un par de años —cuando tuvimos la oportunidad de vernos y, después de mucho tiempo, con el ánimo contrariado y oscuro por nuestras diferencias políticas, nos dedicamos a discutir sobre el futuro del país en lugar de compartir la cena—, me sería imposible concebirla: la ciudad de Sultana ya no existe. Porque una ciudad, más que un lugar, es un relato compartido. Una danza. Una sucesión de calles, es verdad, pero también de historias, de recuerdos. Ahora sólo hay ruidos. Lo que imagino de Sultana, es borroso, y no tengo con quien compartirlo. El viento, que trajo el virus, trae canciones, pero no las entiendo. Susurro las palabras que alguna vez significaron algo, y que, como etéreos y fugaces escondites, cobijan nuestros recuerdos. Pero nada tiene sentido.

Nos encerramos a lavarnos el alma. Pero no estábamos preparados para enfrentarnos a nosotros mismos. Tú eres la persona que mejor me conoce y sabes que la lluvia y las aves, con su canto inocente, siempre me llenaron de una música repleta de buenas noticias que no sabía descifrar, pero que me proporcionaban dicha. Sabes que disfruto del movimiento del mundo y, aunque ahora esté encerrado en el viejo caserón del barrio Alameda, que nuestros padres compartieron, mi corazón continúa buscando volar. Son cosas que no se pierden ni viviendo en medio de la muerte y la basura. Por eso creo que, al encerrarnos, la oscuridad del virus, y la limpieza que siguió después, invadieron nuestra esencia. Nos lavamos tanto que terminamos sin rostro, sin palabras, sin alma.

Hace tres noches que caminan por los tejados. No sé qué ha pasado en Sultana y no sé si quiera averiguarlo. No tengo fuerzas, no para salir e investigar. Sólo quiero encontrar las palabras para contarte lo que siento y trasladar al papel lo poco que me queda de humanidad. Quizás están en los tejados porque en la ciudad ya no hay una tierra que pisar. O están fundando otro mundo encima de mis ruinas. Imagino que es lo más normal, lo que hace todo sobreviviente: esconder las cicatrices.

No existe el prójimo porque no existe un mundo compartido. Olvido muchas cosas últimamente, y creo que no pasará mucho tiempo, hasta que ya no pueda volver más a ese mundo que habitamos juntos. No existe el prójimo porque no puedo mirarme en nadie, ni mucho menos reconocerme. Hermano, te ruego que no vengas por mí: no creo que pueda, en esta oscuridad, distinguir tu voz.

Anoche —es decir, cuando ya no pude sostener el lápiz, y la veladora roja con la imagen de la virgen María, en su pequeño crepúsculo, me indicaba que había transcurrido mucho tiempo y que debía dormir— tuve una pesadilla: una voz sin rostro me gritaba, “la vida no ha cambiado nada”. Y lloré por ti, hermano. Por nuestra distancia insalvable.

 

Gabriel Rodríguez

 

Un soplo de vida: indicios sobre la escritura de cuentos

Construir un personaje

El personaje principal de un cuento es su núcleo. Impulsa la narración y hace que el lector desee bucear en el alma artificial que tiene ante sus ojos. Porque leer no es otra cosa que sumergirse en otras conciencias, en otras miradas, en otros mundos. Así, entendemos que la construcción de un personaje es una suerte de parto. Un parto calculado, meticuloso. Arduo: porque debemos crear una ilusión de realidad; dotar, con humildes palabras, de carne y hueso a un ser que no existe. Y por si fuera poco, atrapar al lector.

Un personaje no puede ser una caricatura. Debe proyectar muchos matices —luces y sombras que brinden profundidad al retrato— y resultar auténticos para el lector. ¿Cómo lograrlo? Construyendo personajes que reflejen la complejidad humana; que estén traspasados por las cuitas que nos aquejan, que nos derrotan, que nos marcan. Con las contradicciones, con los anhelos, con los defectos que nos configuran como seres humanos. Sólo así lograremos que a un lector le importe seguir sus pasos, sólo así lograremos que se identifique con nuestra creación.

Existen dos formas de dar vida a un personaje: mostrando y describiendo. Describimos y revelamos detalles de nuestro personaje; lo retratamos cuando actúa, cuando habla, cuando piensa, cuando siente, cuando reacciona. Vemos el mundo a través de sus ojos. Mostramos y a la vez dotamos a la narración de un ritmo determinado. Hacemos digresiones para crear tensión, aumentar el suspense y, de paso, arrojar luz sobre nuestra criatura: sus hábitos, su pasado, su manera de ser, estar y entender el mundo. Eso sí: a cuentagotas. Debemos recordar que de igual forma que en la vida real, nunca te quitas la máscara a las primeras de cambio.

Construimos nuestro personaje mediante los siguientes métodos:

Acción: Trasmites información significativa indicando el modo de proceder de tu personaje en determinadas circunstancias.

Apariencia: La forma de vestir ubica socialmente al personaje. Su lugar en el mundo.

Habla: Mediante el vocabulario indicamos la manera de ser del personaje, así como su procedencia, su edad, su carácter.

Pensamiento: Su filosofía de vida, su psiquis. Sus sombras, sus secretos. Nada más atractivo para un lector que acceder a los pensamientos de otra persona.

Escenario

La psiquis del personaje, sus avatares, sus cuitas, sus paradojas, son el epicentro del relato. Sin embargo, no podemos olvidar el escenario. Es preciso recordar que los personajes son lo que son porque están inmersos en un contexto; porque habitan un mundo. Juegan un papel primordial, en la configuración del carácter, en el desarrollo de la trama, la época, el escenario, la ciudad donde transcurren los hechos de nuestras historias.

Los lectores esperan siempre que aquello que están leyendo sea creíble. Se sumergen en las páginas en busca de mundos posibles. ¿Por qué? Porque ansían vivir en ese mundo hecho de palabras y convivir con los personajes. Ahí, el escenario sitúa al lector, lo posiciona de manera física: ¿Qué sería de las historias de Cortázar sin París, de las historias de Auster sin Nueva York? Las historias, entonces, ancladas a un lugar, a un contexto, atrapan al lector porque lo ubican espacialmente —aunque el lugar no exista sino en las páginas que está leyendo.

De esta certeza, se desprenden algunas estrategias: usar las descripciones del decorado como una oportunidad para crear una atmósfera. Alimentar el paisaje emocional del relato. Un ejemplo de esto es el famoso inicio del relato de Edgar Allan Poe, La caída de la casa Usher. De igual forma, para involucrar al lector, asociamos el clima con sus sentimientos, con sus emociones. Además, el clima hace más creíble la sensación de estar en determinado lugar, lo cual nos ayuda en la tarea de atrapar al lector.

Temática

Es preciso definir cuál es la imagen predominante en nuestro relato pues de ésta se desprende todo su andamiaje. Lo sostiene. El tema es el recipiente sobre el cual vertimos nuestra idea del mundo y, por tanto, es determinante. Como idea unificadora, la temática se presenta como una imagen recurrente. Se sirve de la metáfora, del símbolo. No es necesaria una moraleja: no vamos a resolver nada con nuestro cuento; no vamos a aleccionar.

El tema no es otra cosa que un enfoque que el escritor hace sobre un aspecto de la condición humana. Un aspecto que conoce, que ha investigado y que resulta revelador o perturbador.

La construcción de la trama

Para confeccionar una trama debemos saber de qué vamos a hablar. El tema es trascendental. De ahí saldrá el conjunto de voces y demás elementos que nos permitirán edificar nuestro relato. El tema nos da también la estructura, el ritmo y el estilo. El tema es lo que le da unidad al relato; es el punto de partida de toda construcción verbal. No basta, sin embargo, con un tema interesante. El tema más atractivo pero relatado de manera incorrecta, fracasa. Es preciso que atrapemos al lector.

El tema interesa pero la trama atrapa. En esta tarea son vitales las emociones, los giros, las digresiones, el suspense. No basta con registrar un acontecimiento tras otro; superponer escenas en orden cronológico. Debemos inmiscuir al lector en ese entramado. Recuerden que texto, etimológicamente, viene de “tejido”: una urdimbre, un tapiz intrincado; la ilación de acciones —avanzando de manera paradójica: retrocediendo para dar puntadas—.

En dicha ilación deben converger los personajes, sus motivaciones y deseos, y los conflictos que los configuran. Debe existir intriga y tensión: una lucha entre los deseos de los personajes y las fuerzas que se oponen a dichos deseos. Además, es necesario que distribuyamos todo esto de manera literaria, es decir, realizar una composición.

Así, se introducen “motivos”: son tópicos que vienen dados por la tradición literaria ( El sueño premonitorio, el cuento dentro de un cuento, la biografía del personaje nuevo, la narración de hechos futuros, el niño perdido que reaparece como héroe, etc). Estos motivos, si no se les da un tratamiento correcto, juegan en nuestra contra y se vuelven lugares comunes. De ahí que nos sirvamos de ellos pero siempre pensando en dotar al relato de una estética —reconocible y enmarcada en lo que el relato que intentamos construir pide.

Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019