Damien Hirts, inquieto por el fenómeno de la muerte y en un afán por retratar su avance inevitable, expuso un tiburón en una tina llena de formol en lo que llamó “La imposibilidad física de la muerte en la mente del espectador”. El tiburón funciona como metáfora de aquellos mitos inamovibles de la literatura que son trasformados por los microficcionistas. En un destello de genialidad, vuelven a la vida, son rescatados del polvo y de la muerte a través de una idea, de una emoción que interpela al lector y lo invita a pensar igual que ésta obra invita a reflexionar sobre el miedo sacando al tiburón de su mundo, matándolo y resucitándolo gracias al miedo que habita en el imaginario de los espectadores. No hay verdades sólidas e irrefutables para el arte de la ficción mínima. El microrrelato, en tanto manifestación literaria líquida, se comporta como un agente transgresor que devela la condición caótica de la realidad, cuestionando lo inamovible, encarándolo, enfrentándolo. De ahí surge el interés por la microficción como una expresión que motiva a pensar, que se alimenta de lo cotidiano y de lo literario, que cuestiona la función que tiene el lenguaje y lo desautomatiza. Lo despoja de todo elemento mundano y práctico y lo lleva al terreno poético y filosófico. Lo vuele arte. Es lo que hace Ana María Shua con su propuesta estética:
Enanismo
Como bien lo saben los empresarios circenses, el tamaño no es un destino sino una elección. Cualquier persona adulta puede convertirse en un enano siguiendo una serie de instrucciones sencillas que exigen, eso sí, una alta concentración. Por ejemplo, este minúsculo hombrecillo que ven ustedes aquí fue hasta hace dos meses un robusto mocetón de un metro ochenta y dos centímetros de altura y noventa y un kilo de peso. Por ejemplo, este microrrelato que está usted leyendo, fue hasta ayer mismo una novela de seiscientas veintiocho páginas. (Shua, 2009)
La muerte del autor
“Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura.”
(Roland Barthes, La muerte del autor)
La experiencia lectora semeja un viaje. Un viaje hacia la ciudad del símbolo, de la fantasía y la imaginación: urbe evocada que cambia con cada visitante que traspasa sus puertas. Los cimientos de esa ciudad poética, los signos, son firmes, inmutables en su forma aunque no en su fondo. La esencia cambia con cada interlocutor, con cada lector. Italo Calvino dice, en sus «Ciudades invisibles: “Podría decirte de cuantos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de Zinc cubren sus techos; pero sé ya que sería como no decirte nada”. Describir no valdrá de nada —en cuanto a veracidad se refiere— pues no existe una verdad suprema, invariable. Narrar algo es expresar una subjetividad y, de alguna manera, transformar lo narrado. Así pues, la escritura como mecanismo para registrar acontecimientos, como ayuda memorística, languidece.
La memoria se establece como una red, como una estela discontinua que cambia constantemente. La huella de una huella como las ruinas circulares de Borges: templo donde se proyectan los sueños. Donde el que sueña, también es soñado. De esta manera, la microficción emerge como expresión artística paradigmática y abanderada de esa muerte del autor, de la pérdida de una historia única y una interpretación hegemónica. La obra que no puede renovarse está muerta, parece ser la premisa de los microficcionistas como Ana María Shua. De esta forma, la quietud interpretativa de una obra de arte es vista como otra forma de olvido pues ya no existe necesidad de generar un debate o algún tipo de pensamiento en torno a dicha obra. La microficción actúa de un modo renovador y mesiánico frente a los mitos y las vacas sagradas de la literatura, mostrando su degeneración, su putrefacción como lo hace Przybyla, artista polaca contemporánea, con las ramas fugaces que ostentan, frente a la madera barnizada, la vida como degradación, como transformación y dinamismo invitando a pensar sobre la finitud. De esta manera, la microficción, como arte breve, busca conmover y suscitar en el lector dudas que lo lleven a plantearse su relación con el mundo, enfrentándose a las obras inmortales y a las verdades inmutables con la intensión de herirlas para devolverles un poco de vida.
La microficción: un nuevo paradigma estético
El auge de la microficción va de la mano con el crecimiento de las tecnologías de la información y la comunicación, que nos invitan a una efectividad constante y, por tanto, ponen por encima de todo la brevedad. El paradigma estético al que están inscritas está emparentado con los nuevos paradigmas científicos y sociales. Las filiaciones genéticas que promulga la ciencia se trasladan al arte en forma de mutación e hibridación, de herencia que se recibe con la intención de transgredir y transformar; expresión capaz de generar ideas, debates, reflexiones; brindando destellos que permitan reflexionar alrededor de problemáticas sociales, artísticas y filosóficas. En ese sentido, la obra de Ana María Shua se posiciona como una herramienta propicia para estudiar este paradigma estético donde el metabolismo creador ha mutado, se ha acelerado y consume y devora a la obra de arte clásica de la que es precursora.
No hay un demiurgo creador, un Autor Divino, con mayúsculas, del que proviene una obra inalterable, con un único sentido. Una obra así sería como la ciudad de Zora de Calvino, desecha, condenada al olvido por su quietud. La memoria encarnada en el cuerpo de la ciudad, la destruye. Así como el proceso creador se ve atado, prisionero, si siempre recuerda y venera las grandes obras del pasado, también puede generar nuevas realidades estéticas si establece diálogos con dichas obras, tomando prestado, borrando algunas huellas para dibujar sobre el lienzo. Si emprende la tarea de reescribir.
La memoria —esa mirada constante hacia lo conocido, hacia atrás―, condenó a aquella mujer bíblica convirtiéndola en una estatua de sal: petrificada en el pasado igual que la ciudad de Zora, envuelta en el manto blanco de la memoria sin horizonte, en la lectura respetuosa del autor, en la lectura sin escritura.
«Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en el recuerdo. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni una nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir, imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve caños, la torre de cristal del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, la estatua del ermitaño y el león, el baño turco, el café de la esquina, el atajo que lleva al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria. (Calvino, 1998)
Así, la microficción renuncia a ese respeto. Renuncia a narrar y toma prestados distintos discursos. El paradigma estético al que está inscrito es transversal y no repara en asumir como propios las formas de otras disciplinas. Así pues, la microficción adopta estrategias discursivas propias de la argumentación y muta hasta convertirse en una formula, en una ecuación, en un silogismo. Decir microficción entonces, es decir microensayo, microciencia, microarte:
Órdenes son órdenes
Yo soy solamente un Ejecutor. Los verdaderos responsables, los que dan las órdenes, están Más Arriba. Esa frase acostumbraba repetir para disculparse, cuando, un tiempo después de terminar Su Obra de seis días, empezaron a subir las primeras almas apremiadas, quejándose de los groseros errores de la Creación. (Shua, 2009)
El lector semeja a esas almas apremiadas. El libro le acoge una primera vez y parece marcar su destino, sellando una relación filial, atando un hilo dorado de recuerdos borrosos, ausente de detalles que aunque no son reconocibles, son familiares. El lector nunca es el mismo aunque se enfrente siempre al mismo texto: el autor desaparece y lo relatado pasa a formar parte de un metarelato interior, personal, íntimo. El microficcionista es un lector irrespetuoso y profanador, un prestamista que lee con la intensión de olvidar, de trasgredir, de mutar genéticamente al texto; piensa la lectura como abono para sembrar dudas, para escribir capsulas de pensamiento, pequeñas circunferencias rodeadas de incógnitas, de referencias. Patrick Suskind en su relato “Amnesia in letteris” ilustra ese olvido del lector que se transforma en hallazgo:
Hasta que llego a un pasaje en el que el relato alcanza, sin duda, su máximo esplendor y que me arranca un ¡ah! en voz alta, «¡ah, qué bien pensado!, ¡qué bien dicho!». Y cierro por un momento los ojos para reflexionar sobre lo leído, que ha abierto una brecha en el marasmo de mi mente, que me ofrece perspectivas completamente nuevas, que emana nuevos conocimientos y asociaciones, que me clava aquel aguijón que decía: «Tienes que cambiar tu vida». Y, de manera casi automática, mi mano coge el lápiz, y pienso: «Tienes que subrayar eso», escribirás un «muy bien» al margen y trazarás un grueso signo de admiración detrás y anotarás con unas palabras el torrente de ideas que han desencadenado dentro de ti esas líneas, como ayuda para tu memoria y homenaje documentado al autor que te ha iluminado tan grandiosamente. Pero, ¡ay! Cuando poso el lápiz sobre la página para garabatear mi «¡muy bien!», figura allí ya un «muy bien», y el breve resumen que quiero apuntar ya ha sido escrito también por mi predecesor, y lo ha hecho con una letra que me es muy familiar, la mía propia, pues el predecesor no es otro que yo mismo. Yo había leído el libro hace tiempo. (Suskind, 1996)
El lector olvida que ha leído. Olvida los indicios de esa lectura, sus huellas. Incluso olvida el autor. No obstante, no se trata de olvidar por completo toda referencia y todo norte. Se trata de profanar tumbas, de asesinar dioses. La clave está en la forma en que asumimos la lectura. Pensarla como un proceso metabólico y no como una suerte de manía de coleccionista.
Funes el memorioso recuerda cada hoja de un árbol y a su vez recuerda cada mirada, cada vistazo y esto le paraliza, le vuelve un ser irracional, insensato; su memoria frustra toda comunicación. Es imposible imaginar un Funes escritor, incapaz de usar una palabra ya empleada en otra obra, incapaz de olvidar que el autor no existe porque no existe auditorio. La relación comunicativa sólo se da entre iguales, quien escribe se dirige a un lector que también escribe en su mente la obra. No hay autor pues todos somos autores. Sólo cambia la perspectiva, como ilustra Borges en su relato:
“Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.” (Borges, 2011)
La ciudad invisible de Isadora refleja la paradoja del autor. Lo imaginado lo destruye, la ficción que alimentó no corresponde con el resultado final pues no permanece estático. La madre que ve crecer a su hijo, tan distante del que cobijó en su vientre. Así, el viajero que se adentra en las calles de Isadora, ciudad evocada, soñada, imaginada y cambiante como las narraciones que la componen, ciudad que pertenece a quien la soñó y que lo abandona en cuanto termina el sueño, se transforma.
Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos. (Calvino, 1998)
Ciudad que cambia porque el viajero cambia y la estela del recuerdo, como la escalera en forma de caracol fabricada con caracoles, se eleva en una espiral interminable de historias. La solidez no tiene cabida en Isadora ni en la experiencia lectora. El simulacro siempre desencanta como el mapa inútil de Borges que pretende reproducir los deseos y la realidad. Deseo que se hace recuerdo como en las narraciones de Sherezada donde una historia contiene otras historias y la expectativa por conocer el final se difumina al rayar el alba dando la bienvenida a otra historia en un bucle interminable. Así actúan las microficciones, como una Sherezada que renueva y sorprende, que invita a pensar y presenta el lado oculto de una historia, que teje un manto intertextual que nunca acaba.
Arte líquido o la microficción como herramienta para pensar
La microficción viene a ser el arte en movimiento, lejos de la anquilosada y sólida narración convencional, «arte cinético» que trasgrede el orden y la regularidad para provocar un movimiento en la mente del espectador. La experiencia lectora y la actividad creativa suponen visitar el mundo de imágenes y símbolos como un asaltante y no como un turista, del mismo modo que el espectador de una instalación se mimetiza con la obra y forma parte de ella. Aprovechar el fugaz instante de lucidez que despierta una historia para transgredirla y subvertirla. Como aquellas ciudades susceptibles a caer y ser las ruinas de otra ciudad, el germen de filosófico que habita en la realidad permite que la microficción se configure como máquina para pensar el mundo. Como la ciudad de Maurilia, que posee un pasado gracias a que éste ha sido reemplazado por un futuro.
En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo tiempo a observar viejas tarjetas postales que la representan como era: la misma plaza idéntica con una gallina en el lugar de la estación de ómnibus, el quiosco de música en el lugar del puente, dos señoritas con sombrilla blanca en el lugar de la fabrica de explosivos. Ocurre que para no decepcionar a los habitantes, el viajero elogia la ciudad de las postales y la prefiere a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de las reglas precisas su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia perdida, que, sin embargo, se puede disfrutar solo ahora en las viejas postales, mientras antes, con la Maurilia provinciana delante de los ojos, no se veía realmente nada gracioso, y mucho menos se vería hoy si Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que era. Hay que cuidarse de decirles que a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se han ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros. Es inútil preguntarse si estos son mejores o peores que los antiguos, dado que no existe entre ellos ninguna relación, así como las viejas postales no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia como ésta. (Calvino, 1998)
El autor muere en ese préstamo, se confunde con sus precursores: así, la microficción usa los lugares comunes, las ideas preconcebidas y absolutas de la realidad para proyectar ideas. Ana María Shua lo ilustra así en relación con la creencia popular de lo que significa el masoquismo:
Abaratando costos
Algunos masoquistas disfrutan con la idea de que otros asistan a su humillación. Los que pueden hacerlo contratan dos o más pupilas. Pero para los verdaderamente ricos está prevista la participación de cinco mil extras y el alquiler del estadio. (Se rumorea que los espectadores son sádicos, que se les cobra la entrada). (Shua, 2009)
La obra de arte duradera, con un significado duradero, sin movimiento y sin posibilidades para el espectador, está en las antípodas de lo que pretende la microficción. El movimiento de la obra de arte líquida (Bauman, 2007), no es el movimiento monótono y controlado, es la espontaneidad desprovista de regularidad, es la transgresión y la sorpresa, la provocación que busca fundar nuevos símbolos. Las ruinas de las ciudades se suceden unas a otras: son precursoras, fundadoras. Organismos vivos que se alimentan unos de otros por la realidad social, por los adelantos científicos y el auge de las nuevas tecnologías que promulgan, como señala Calvino, la rapidez como valor. El lector no está, no puede estar, unido a un hilo progresivo, a una escalera que sólo conduce en una dirección. Como en la biblioteca de Babel de Borges, el desorden de cada viajero es su camino, su ruta: un mapa subjetivo de lecturas, de mundos. Los puntos en común que dicho viajero encuentra en sus paseos por la ciudad son el canon, el orden dictado por la cultura: no es un camino, son referencias, señales para transitar. Como manifiesta Vattimo sobre la postmodernidad, la microficción representa la pérdida de un epicentro. La muerte del autor anunciada por Barthes. La hegemonía de la verdad occidental da paso a una visión plural del mundo. La emancipación, la espontaneidad y la subjetividad se erigen, en contraposición al progreso unidireccional de la modernidad, en los guías del visitante contemporáneo: el lector desarraigado que construye su propia obra, que al leer crea, que piensa, duda y hace camino al andar.
Conclusión
Pensar lo pasado e inamovible, es sacudirlo del letargo y transformar el «érase una vez» en un sinfín de veces y trasladarlo al presente líquido. La microficción se configura, entonces, como una forma de enfrentar la muerte, de pensar la finitud y la trascendencia. Lo biológico perece, lo humano trasciende. De esta forma, al igual que arte hiperreal de Hirst y de Przybyla, la microficción abandona la postura cómoda de la obra de arte como herramienta para la diversión pues así pierde la capacidad de producir sensaciones y emociones, de provocar, de asombrar. Este nuevo paradigma estético, abrazado a las nuevas tecnologías de la información, logra escapar de la monotonía y convertirse en un acontecimiento único. Viajar ligero de equipaje, como recuerda Bauman, es el elemento que da fuerza al autor de microficción, un artista líquido y liviano que expande y aumenta mundos, que argumenta de manera sensible, que despierta en los lectores el placer de pensar.
Gabriel Rodríguez Bolaños
Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle
Director de Altazor Escritura Creativa
Autor del libro de ensayos «El camino de la Escritura: reflexiones sobre la escritura creativa» Bogotá, Nueve Editores, 2022
Bibliografía
Barthes, R. (1994). La muerte del autor. En R. Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura (págs. 65-71). Barcelona: Paidós.
Bauman, Z. (2007). Arte, muerte y postmodernidad. En Z. Bauman, Arte, ¿líquido? (págs. 11-27). Madrid: 2007.
Borges, J. L. (2011). Funes el memorioso. En J. L. Borges, Cuentos completos. Bogotá: Random House Mondadori .
Calvino, I. (1998). Seis propuestas para el próximo milenio. Barcelona: Ediciones Siruela.
Calvino, I. (2007). Las ciudades invisibles. Madrid: Siruela.
Guattari, F. (1994). El nuevo paradigma estético. En D. F. Schnitman, Nuevos Paradigmas, Cultura y Subjetividad (págs. 185-205). Barcelona: Paidós.
Shua, A. M. (2009). Cazadores de Letras (microficciones reunidas). Madrid: Editorial Páginas de Espuma.
Suskind, P. (1996). Amnesia in letteris. En P. Suskind, Un combate y otros relatos. Barcelona: Seix Barral .
No existe una sociedad ideal. No existe el paraíso. Cuando imaginamos un mundo perfecto, nos encontramos con un cuadro que resalta, de forma edulcorada, los grandes fracasos de la humanidad. Entonces, no nos queda otro camino para transitar que la distopía. No nos queda más remedio que añorar el paraíso perdido, malogrado. No nos queda otra alternativa que transformar el dolor, la derrota, en un hecho estético. Sólo nos queda la ficción.
Así, la ciencia ficción se configura como oportunidad para reflexionar y replantear nuestros miedos, nuestros deseos y las posibilidades del presente. Para pensar lo humano. Entonces, tanto el “no lugar”, la utopía, como “el mal lugar, la distopía, suponen una lectura para los dilemas actuales, una crítica a nuestros excesos. De ahí que en la ciencia ficción, la libertad individual se diluya en nombre de un ideal, de una meta; o la sociedad, desarrollada de forma enfermiza y sin recursos, engulla a los seres humanos con la voracidad de un desierto; o la insignificancia de la voluntad humana frente a la fuerza de una catástrofe natural, de un virus, de un ataque extraterreste. En la ciencia ficción la búsqueda de la perfección es un abismo, dejando patente la incapacidad para cambiar nuestro destino.
La ciencia ficción no es un asunto de máquinas. Establece un vínculo entre el hombre y su entorno. Lo que nos configura como seres humanos se problematiza, se extrapola a otro escenario. De esta forma, la sociedad de consumo, la banalidad de las redes sociales, la incesante búsqueda de confort o las disyuntivas de género, son discutidas llevándolas al extremo, exponiéndolas de forma inusual, extraña, con cierta distancia. La distancia de ocurrir en el futuro o en un mundo desconocido. Y así las apreciamos mejor.
Leemos el mundo y especulamos. Construimos una realidad para releer la que nos tocó vivir. La escritura de ciencia ficción, entonces, sólo es una manera de transitar por el sendero de nuestros errores. Para no cometerlos, para enmendarlos, para imaginar soluciones. Esta relectura de lo que somos es dolorosa porque nos insta a cuestionar lo que ya conocemos, lo que consideramos correcto, normal, y mirarlo desde otra óptica. Nos invita a cuestionar nuestras verdades, a generar nuevas cosmovisiones. Nuevas posibilidades.
Gabriel Rodríguez
La lectura requiere concentración y tiempo. Accedemos a los textos con múltiples propósitos y todos, sin excepción, demandan de nuestra parte una dosis considerable de atención. Para ello, desde Altazor Escritura Creativa, hemos pensado en una estrategia para leer de forma eficaz, gestionar el tiempo de lectura y comprender lo que los textos nos ofrecen.
1. La lectura como trabajo
Asumir la actividad de la lectura como un trabajo implica planificar. Antes de emprender la lectura de una novela, de un artículo académico o de un ensayo, en necesario que tengamos muy claro el objetivo de la lectura. Haz una lista donde expongas tus expectativas y objetivos de lectura y distribúyelos en pequeñas cápsulas de tiempo. Estas cápsulas representan los momentos del día que le dedicarás a la lectura durante la semana. Esto nos ayudará a enfocarnos y a leer con una actitud determinada: la actitud de quien busca, de quien investiga, de quien persigue una meta. Ponte plazos para cumplir tus objetivos de lectura, eso te ayudará a distribuir las cápsulas de forma realista y acorde a tus necesidades (por ejemplo, cuando tienes que entregar un trabajo en la universidad). Descarga nuestro planner semanal y administra tu semana de lectura
2.Perderle el respeto al texto
Es importante, además, que dejes tu huella en el texto. Para ello, debes subrayar y glosar. El gesto de leer con un lápiz en la mano nos predispone a seleccionar, a dialogar con las ideas expuestas por el autor en su obra, indicando aquello que nos llama la atención, aquello que nos aporta en la construcción de sentido. De ahí la importancia de la glosa: dejar comentarios a pie de página o al margen, que expresen lo que el texto genera en nosotros. De esta forma nos relacionamos con el texto de tú a tú, sin miedo a rayarlo, a marcarlo, a producir conocimiento en sus propias páginas. Se trata, en este punto, de hablar con el autor, de confrontar sus ideas. Te recomendamos que uses las macrorreglas textuales para la tarea de subrayar y glosar
3. Técnica Pomodoro
Con la ayuda de este método para gestionar el tiempo, ideado por Francesco Cirillo al final de la década de 1980, podremos distribuir la lectura en franjas de 25 minutos (pomodoros), libres de distracciones, separadas por pausas de 5 minutos. Dedicarle un tiempo fijo a la lectura, sin “ladrones de tiempo”, nos permite adentrarnos en el texto, nos aleja de la procrastinación y nos permite forjar una disciplina y un ritmo de lectura eficaces. Así, las cápsulas que hemos planeado serán más provechosas. En la red encuentras muchos temporizadores, como tomato timer para que puedas gestionar tu tiempo de lectura
4. Diario de lectura
Es preciso que cambiemos nuestra forma de relacionarnos con los textos. Ser lectores activos, autónomos, creativos. Para ese fin, debemos pasar de una lectura de consumo a una lectura crítica. Por tanto, vamos consignar, en un cuaderno o en un archivo de Word, nuestras impresiones, interpretaciones e ideas, producto de la lectura. El comentario es una actividad común, que hacemos de forma informal y espontánea, y que da cuenta de una comprensión textual. Nuestro trabajo consiste en sistematizarlo. Desde Altazor te sugerimos que dividas tu comentario en tres segmentos, estableciendo tres redes con el texto: la red temática, la red explicativa y la red enunciativa. Así consignarás en tu diario, de forma condensada, el tema y las ideas más importantes, el propósito y el punto de vista del autor y expondrás un juicio estético. Te proponemos que estructures tu diario de lectura en forma de resumen crítico.
Recuerda que cada lector se acerca al texto desde su realidad y su experiencia, por tanto, estas recomendaciones deben adaptarse a tus necesidades.
Gabriel Rodríguez
Director de Altazor Escritura Creativa
Amor es un no sé qué que viene por no sé dónde;
le envía yo no sé quién;
se engendra yo no sé cómo;
contentase no sé con qué;
se siente yo no sé cuándo
y mata no sé por qué.
Ovidio
El amor está hecho de palabras. Artefacto que nos configura como una extraña piedra filosofal que transforma el carbón de la cotidianidad en un tiempo dorado. Un idilio: aquella locura colectiva que se vive de dos en dos (con insólitas y solitarias excepciones de un eros electrónico cada vez más presente). Es un lenguaje: comunica de manera extraña, ciega, elocuente. La pasión nos arrastra, nos obnubila, nos catapulta, nos abraza y nos apresa. Es proteica, es cruel, es infantil. Es una tela compleja el amor. Un entramado de hilos que nos abraza. Es biología, es religión, es literatura, es mitología. “Llama de amor viva que tiernamente hieres” dice Juan de la Cruz. Y es que el amor es paradojal: herida que sana con dolor pues como dice Teresa de Ávila, “si te duele es buena señal”. Es una locura que se asume, una desmesura socialmente aceptada, secretamente temida y abiertamente anhelada. Es una trampa y por tanto es juego. La lúdica de los cuerpos que se ha manchado de moral, de superstición. La pasión amorosa es extraña: ocurre pocas veces. Es caprichosa: no ocurre cuando deseamos y, muchos menos, con quien deseamos. Es itinerante, nómada, rebelde. No es mudo el amor: necesita la metáfora. Es lingüística: es significante transformado, sobredimensionado.
El erotismo es un fin en sí mismo. Un placer que no busca engendrar y por tanto va contra las normas establecidas. El erotismo, como ejercicio intelectual, como una cópula entre el lenguaje y la imaginación, es más que sexo. Es una representación, la puesta en escena de una poética de los cuerpos donde el ser amado —su piel— se transforma en imagen, en poema, en caricia, en algo más allá de los límites de la carne. El erotismo, así, es un viaje íntimo. Un descenso hacia lo profundo, hacia lo insondable: una caída donde el cuerpo se abandona a los placeres de la imaginación y todo se vuelve danza, ritual, ceremonia. De la misma manera que el lenguaje, traspasado por la poesía, se des-automatiza para cumplir la función superior, elevada, de comunicar lo inefable; la carne, erotizada, es metáfora. El sexo, entonces, se vuelve arte: es fantasía, símbolo de aquello que no se puede nombrar, que no se puede aprehender: el amor. El arte de desear, de hacer desear, de disfrutar del deseo mismo. Desear al otro y a sí mismo como sujeto deseante.
Los mitos del amor
Eros representa la transgresión de la norma y, ésta, siempre intenta regular los placeres, dominar el deseo. La pasión amorosa es una enfermedad para las instituciones que ostentan el poder: aquellos que la abrazan sucumben pues los “amorosos” se olvidan del mundo, habitan en el reino de la fantasía, al margen de la ley. Por eso su pasión debe ser regulada con el matrimonio. El mito de Tristán e Isolda alimenta a quienes conciben el amor como finalidad, como destino. Quienes a la luz del día se someten a la norma y, al amparo de la noche, se entregan a la pasión transgresora. Este mito también alimenta la angustia (elemento esencial de nuestra concepción del amor) pues nos dice que la pasión es prohibida y trae consigo la muerte. Tristán e Isolda ilustra la pasión oscura que nos configura: hechizo y terror —es decir, amor y muerte—. El imperio de los sentidos: el triunfo de Eros. Así, el mito pasó de ser un relato regulador a ser un río subterráneo que permeó nuestra manera de amar. Un reflejo, también, de la lucha política: un enfrentamiento entre la brutalidad feudal y el amor cortesano.
El deseo y seducción
Nos rigen dos fuerzas: la atracción y la repulsión. Amor y odio. Respiramos en un oleaje de aire donde fluctúan, implícitas, esas dos fuerzas creadoras. El deseo, además, es creador en ambos sentidos: cuando construye y cuando destruye; cuando nos amamos y cuando nos odiamos. De esta oscilación de fuerzas surgen relatos susceptibles de ser poetizados: los celos, la infidelidad, la vergüenza, la ambición. Porque el deseo siempre es insatisfacción, siempre es un deseo por cumplir. Siempre es posibilidad. Y de ahí nace la seducción pues nos atrae lo prohibido, lo oscuro. La seducción nunca está de parte de las normas, de las instituciones. Es artificio, es maquillaje, es carnaval. Así, toda seducción es perversa, anómica. Es, además, el territorio simbólico por excelencia. Todo simulación, todo incertidumbre, todo desafío.
Deseo y orden social: lo prohibido como elemento creador
La civilización creó instituciones y reglas de parentesco para escapar de la dictadura del deseo: el matrimonio, el incesto, la exogamia y el adulterio son un intento de condenarlo. Cualquier atajo, cualquier camino secundario, se torna oscuro y clandestino. El viaje erótico no admite desvíos: el discurso se unifica y produce relatos que funcionan como normas sociales. El cuento de hadas nace como relato regulador, como ejemplo a seguir. Eros experimentado como mito, como imaginario colectivo, como herramienta de poder. Discurso que encarcela el deseo: amor espiritual, sagrado y dominante que teme degradarse en el placer libre de la carne. Sin embargo, lo infame y lo sublimado, muchas veces, se concilian. Mito y deseo producen relatos paralelos al discurso del poder y otras formas de amarse son posibles. La escritura se aventura por aquel terreno vedado, acariciando cuerpos prohibidos, dibujando una piel distinta, nunca antes acariciada; uniendo miradas distantes, abrazando y besando lo prohibido y, siguiendo y transformando la máxima de Valle Inclán, produciendo textos para “unir cuerpos, palabras e ideas que nunca han estado juntas”.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, 2019
Dentro de cada uno hay una historia que sólo nosotros podemos contar. Experiencias únicas habitan en el fondo del pozo existencial esperando salir a la superficie. Muchas veces, éstas se difuminan, como un sueño fugaz y nunca más volvemos a recuperarlas.
Lo cierto es, como bien dice Eduardo Galeano, que estamos hechos de historias: somos narradores y nuestra materia prima es el modo en cual concebimos el mundo, el orden que le damos a este caos llamado vida.
Es una necesidad tan acuciante, que el ser humano se entregó, hace cientos de años, a la tarea de ordenar el firmamento, agruparlo en constelaciones, bautizarlas y fabricar una hermosa ficción cósmica intentando explicar su inefable existencia.
Incluso, hasta aquella persona que cree no tener la habilidad de contar, cuando duerme compone las ficciones más extraordinarias. Ordena el pasado, se sumerge en la oscura laguna de la memoria y recupera las huellas perdidas en el laberinto emocional que nos configura. Soñar, ese acto involuntario e íntimo, es leer la vida de otro modo. Escribir entonces, sólo es cuestión de traducir el libro que todos llevamos dentro.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
Una figura caribeña nos hizo muy felices con sus frases laberínticas y su visión carnavalesca de la triste realidad que nos tocó vivir y que nos configura. Un hombre que alzó su voz para renovar los mitos, para instaurar en medio de la nefasta, violenta y oscura cortina de lo real, la magia hiperbólica, poética y lúdica de su prosa. Gabo, tan cercano, tan familiar —lo llamamos Gabo, como si se tratara de un amigo— y a la vez tan mítico, tan fantástico. Él mismo, personaje macondiano, modernizó la lengua española con su capacidad expresiva.
Nació un 6 de marzo de 1927 en Aracataca, departamento del Magdalena. En una tierra pequeña, amarillenta y apacible. Un pueblo que encerraba el universo más rico de la literatura universal: las mil y una noches caribeñas, con gitanos lenguaraces, diluvios, epidemias de olvido y nubarrones de mariposas amarillas. Con ríos diáfanos y piedras pulidas como huevos prehistóricos.
Su abuelo, el general Nicolás Márquez, le habló de la guerra, de la muerte y lo introdujo en el reino de la imaginación, de la narración. Sus tías, mujeres supersticiosas, le enseñaron una realidad oculta, soterrada, fantasmagórica, que asaltaba la vida en la casa de vez en cuando para alterar la rutina. Ahí, en los relatos de infancia de su abuelo y sus tías, está el germen de toda su obra. Los personajes: todos de Aracataca, esa población sacudida por la hojarasca de la United Fruit Company.
Este dionisiaco narrador construyó su universo verbal con una pasión lectora sin límites. Fue un lector empedernido de los poetas del Siglo de oro español, de Rubén Darío. Su formación estuvo permeada por el movimiento poético “Piedra y Cielo”, en el frío internado de Zipaquirá. Leyó a Sófocles y a Kafka y aprendió el poder mágico de la palabra. Entendió, cuando leyó La metamorfosis, que contar historias era un arte similar a esa alquimia secreta que dominaban sus tías: convertir lo cotidiano en algo maravilloso. Revelar los secretos del alma humana y adentrarse en los intersticios de lo real con poesía.
Su estética es evasiva, lúdica, misteriosa. Es una marisma que envuelve, que embruja. Un ejercicio verbal chamánico que nos libera del yugo insufrible de la realidad. Un realismo mágico: es decir, desprovisto de la lógica, un esclavo que ha logrado romper las cadenas de la razón. Una fusión entre literatura y realidad que problematiza de forma distinta lo que nos configura como seres humanos. Con Gabo, todo lo sólido se desvanece en el aire. Todo es metáfora, hipérbole. El mundo vuelve a un estado primitivo de encantamiento por las palabras de este juglar caribeño: obsequiando al lector con una cascada luminosa de luz. García Márquez es el poeta de la imaginación.
Nos regaló el realismo mágico: una actitud frente a la vida, una manera de ser y estar en el mundo. Una “mamadera de gallo” que se eleva como un dragón entre las llamas de un continente caótico y emprende un vuelo portentoso hacia la eternidad. Un sabor que pulula en cada párrafo, en cada combinación de palabras. Un halo sobrecogedor de mitos, de leyendas. Un tiempo recobrado que nos asombra como si conociéramos el hielo por primera vez. En Gabo hay una manera de sentir que brota como una fuente primigenia y nos ahoga. Un nuevo orden, un nuevo mundo.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
“La literatura es la infancia por fin recuperada” dice George Bataille, señalando con clarividencia que toda imaginación tiene su origen en ese no-lugar que nos carcome silenciosamente, que nos dibuja todas las líneas, que mueve de forma imperceptible todas nuestras sombras. La infancia: utopía que se asoma como una isla a mediodía, borrosa, lejana, indiferente, pero que alberga la fuente de toda fantasía, de todo temor, de todo deseo.
La creación literaria está emparentada, entonces, con la niñez. Y Julio Cortázar, ese niño inmenso, es uno de sus máximos representantes. Porque el niño no piensa en el porvenir, el niño vive el momento. Es transgresor, habitante del hoy, outsider. Todo niño es vanguardista y destructor. Es creativo. Porque cada mirada infante es una mirada renovada, nueva. Además, infancia significa “sin capacidad de hablar”. Así, el artista niño es aquel que se ha desprendido del lenguaje, que puede desplazarse —internarse, deslizarse— en las fisuras de lo real en busca de lo que no tiene nombre.
Julio Cortázar encarna la niñez vidente, misteriosa, ambivalente. Su literatura, heredera de los surrealistas, es una embriagadora exploración onírica. Una travesía reveladora por los intersticios de la cotidianidad. Travesía de la que ningún lector regresa intacto. Un viaje que siempre es abismo, pérdida; una despedida de lo convencional. Y es que Cortázar fue irreverente, innovador: buscó siempre una inocencia creativa, un constante destruir para volver a crear. Siempre, proteico, caminó sobre territorios inexplorados, en contravía de lo establecido: chocando contra las normas.
De ahí que su obra sea siempre fundadora, siempre iniciática. Vanguardista de tiempo completo, Cortázar nos ilustra un mundo que no tiene una forma determinada, que no alberga ninguna verdad inmutable. Su prosa no cesa de horadar en las numerosas, profundas y oscuras facetas de la realidad. Porque en la realidad habitan muchos mundos —y se tarda un día en darle la vuelta a ochenta de ellos—.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
En la noche de los tiempos la oscuridad dominaba el corazón del ser humano. El miedo, con todo su poder, se constituye como la emoción que signa nuestro destino de seres que narran: impulsados por el pavor intentamos explicar con historias los fenómenos más desconcertantes. Y nacieron los mitos. Por eso para H.P. Lovecraft, el cuento de horror sobrenatural es la forma más genuina y auténtica de la literatura.
Cosmos viene de orden. El universo, entonces, es un ordenamiento. Una explicación, una narración. Y es que narramos para normalizar el caos, para ordenar el maremágnum de la existencia. Hablamos con nosotros mismos y creamos rituales basados en la repetición —en la creencia, en apariencia inocua, de que seguimos un camino—, creyendo que tenemos un destino que cumplir. Así, mitigamos la soledad que supone nacer. La nada, aquello que estaba antes y que estará después (y por la cual estamos signados, condenados a un desamparo irremediable), queda relegada por una serie de relatos normalizadores, condescendientes. Sin embargo, en nuestro fuero interno habita el horror. El horror que amenaza nuestras certezas: ese terreno inhóspito y pesimista que es el cosmos sin orden, salvaje, oscuro e inexplorado. Es ahí donde germinan los relatos de H.P. Lovecraft: en la incertidumbre del hombre frente a la inmensidad del tiempo y el espacio. Su insignificancia mayúscula.
Los instintos más básicos, placer y dolor, son los componentes primarios de las ficciones que consumimos. Para Lovecraft, el dolor es más poderoso que el placer pues deja una huella profunda cuando lo padecemos. El placer, por más intenso que sea, siempre se difumina. Sin embargo, del dolor surge la cultura y sus castigos, sus leyes. Lo placentero y lo doloroso como manifestaciones de la voluntad de los dioses. Y la ira de éstos siempre sobrepasa su compasión, su bondad.
La noche cautiva porque es misteriosa. La noche nos recuerda que somos frágiles y que, en lo más profundo de nuestro ser, en las catacumbas del subconsciente, aún retumban ecos de una arcaica y desamparada animalidad. Es esa animalidad la que fundó el horror cósmico: ese miedo por los fenómenos inexplicables y recurrentes —imaginen de la perplejidad del ser humano primitivo al experimentar la muerte del sol y verse, sin más, sumergido en una oscuridad insondable—. Es un legado psíquico, un residuo de nuestro tránsito evolutivo.
Entendemos así que el dolor y el miedo dejan huella. Sus marcas son profundas. Las sombras, y no la luz ni el color, nos configuran. De ahí la fascinación por esta literatura: el miedo dura más que el amor; el dolor dura más que el placer. Y paradójicamente, atrae, hechiza, cautiva. Las emociones oscuras, en su extraña complejidad, proporcionan un misterio que invita a lanzarse a las tinieblas. Es, en cierto modo, un regreso a esa edad primitiva.
Horror cósmico: mundos insondables, dimensiones paralelas, sueños que se cristalizan y derivan en episodios de locura. Seres ancestrales que despiertan y alteran el orden establecido. Esa es la literatura de Lovecraft. No tiene relación con el dolor físico. Se aparta de ese efecto tan manido y profundiza en otro tipo de oscuridad: la del alma humana.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
Construir un personaje
El personaje principal de un cuento es su núcleo. Impulsa la narración y hace que el lector desee bucear en el alma artificial que tiene ante sus ojos. Porque leer no es otra cosa que sumergirse en otras conciencias, en otras miradas, en otros mundos. Así, entendemos que la construcción de un personaje es una suerte de parto. Un parto calculado, meticuloso. Arduo: porque debemos crear una ilusión de realidad; dotar, con humildes palabras, de carne y hueso a un ser que no existe. Y por si fuera poco, atrapar al lector.
Un personaje no puede ser una caricatura. Debe proyectar muchos matices —luces y sombras que brinden profundidad al retrato— y resultar auténticos para el lector. ¿Cómo lograrlo? Construyendo personajes que reflejen la complejidad humana; que estén traspasados por las cuitas que nos aquejan, que nos derrotan, que nos marcan. Con las contradicciones, con los anhelos, con los defectos que nos configuran como seres humanos. Sólo así lograremos que a un lector le importe seguir sus pasos, sólo así lograremos que se identifique con nuestra creación.
Existen dos formas de dar vida a un personaje: mostrando y describiendo. Describimos y revelamos detalles de nuestro personaje; lo retratamos cuando actúa, cuando habla, cuando piensa, cuando siente, cuando reacciona. Vemos el mundo a través de sus ojos. Mostramos y a la vez dotamos a la narración de un ritmo determinado. Hacemos digresiones para crear tensión, aumentar el suspense y, de paso, arrojar luz sobre nuestra criatura: sus hábitos, su pasado, su manera de ser, estar y entender el mundo. Eso sí: a cuentagotas. Debemos recordar que de igual forma que en la vida real, nunca te quitas la máscara a las primeras de cambio.
Construimos nuestro personaje mediante los siguientes métodos:
Acción: Trasmites información significativa indicando el modo de proceder de tu personaje en determinadas circunstancias.
Apariencia: La forma de vestir ubica socialmente al personaje. Su lugar en el mundo.
Habla: Mediante el vocabulario indicamos la manera de ser del personaje, así como su procedencia, su edad, su carácter.
Pensamiento: Su filosofía de vida, su psiquis. Sus sombras, sus secretos. Nada más atractivo para un lector que acceder a los pensamientos de otra persona.
Escenario
La psiquis del personaje, sus avatares, sus cuitas, sus paradojas, son el epicentro del relato. Sin embargo, no podemos olvidar el escenario. Es preciso recordar que los personajes son lo que son porque están inmersos en un contexto; porque habitan un mundo. Juegan un papel primordial, en la configuración del carácter, en el desarrollo de la trama, la época, el escenario, la ciudad donde transcurren los hechos de nuestras historias.
Los lectores esperan siempre que aquello que están leyendo sea creíble. Se sumergen en las páginas en busca de mundos posibles. ¿Por qué? Porque ansían vivir en ese mundo hecho de palabras y convivir con los personajes. Ahí, el escenario sitúa al lector, lo posiciona de manera física: ¿Qué sería de las historias de Cortázar sin París, de las historias de Auster sin Nueva York? Las historias, entonces, ancladas a un lugar, a un contexto, atrapan al lector porque lo ubican espacialmente —aunque el lugar no exista sino en las páginas que está leyendo.
De esta certeza, se desprenden algunas estrategias: usar las descripciones del decorado como una oportunidad para crear una atmósfera. Alimentar el paisaje emocional del relato. Un ejemplo de esto es el famoso inicio del relato de Edgar Allan Poe, La caída de la casa Usher. De igual forma, para involucrar al lector, asociamos el clima con sus sentimientos, con sus emociones. Además, el clima hace más creíble la sensación de estar en determinado lugar, lo cual nos ayuda en la tarea de atrapar al lector.
Temática
Es preciso definir cuál es la imagen predominante en nuestro relato pues de ésta se desprende todo su andamiaje. Lo sostiene. El tema es el recipiente sobre el cual vertimos nuestra idea del mundo y, por tanto, es determinante. Como idea unificadora, la temática se presenta como una imagen recurrente. Se sirve de la metáfora, del símbolo. No es necesaria una moraleja: no vamos a resolver nada con nuestro cuento; no vamos a aleccionar.
El tema no es otra cosa que un enfoque que el escritor hace sobre un aspecto de la condición humana. Un aspecto que conoce, que ha investigado y que resulta revelador o perturbador.
La construcción de la trama
Para confeccionar una trama debemos saber de qué vamos a hablar. El tema es trascendental. De ahí saldrá el conjunto de voces y demás elementos que nos permitirán edificar nuestro relato. El tema nos da también la estructura, el ritmo y el estilo. El tema es lo que le da unidad al relato; es el punto de partida de toda construcción verbal. No basta, sin embargo, con un tema interesante. El tema más atractivo pero relatado de manera incorrecta, fracasa. Es preciso que atrapemos al lector.
El tema interesa pero la trama atrapa. En esta tarea son vitales las emociones, los giros, las digresiones, el suspense. No basta con registrar un acontecimiento tras otro; superponer escenas en orden cronológico. Debemos inmiscuir al lector en ese entramado. Recuerden que texto, etimológicamente, viene de “tejido”: una urdimbre, un tapiz intrincado; la ilación de acciones —avanzando de manera paradójica: retrocediendo para dar puntadas—.
En dicha ilación deben converger los personajes, sus motivaciones y deseos, y los conflictos que los configuran. Debe existir intriga y tensión: una lucha entre los deseos de los personajes y las fuerzas que se oponen a dichos deseos. Además, es necesario que distribuyamos todo esto de manera literaria, es decir, realizar una composición.
Así, se introducen “motivos”: son tópicos que vienen dados por la tradición literaria ( El sueño premonitorio, el cuento dentro de un cuento, la biografía del personaje nuevo, la narración de hechos futuros, el niño perdido que reaparece como héroe, etc). Estos motivos, si no se les da un tratamiento correcto, juegan en nuestra contra y se vuelven lugares comunes. De ahí que nos sirvamos de ellos pero siempre pensando en dotar al relato de una estética —reconocible y enmarcada en lo que el relato que intentamos construir pide.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019