El cuento de la criada, de Margaret Atwood, publicada en 1985, ha recobrado impulso después de que se transformara en una serie de televisión que ha rebasado la historia de la novela. La coincidencia de la emisión de la serie con el escándalo generado por una explosión de denuncias de abuso sexual en el mundo del espectáculo, principalmente en Estados Unidos, ha puesto esta obra en el centro de un debate bastante transitado sobre las relaciones de poder que se actualizan en la dominación sexual por parte de los hombres, tanto los adinerados y famosos como los de a pie, sobre las mujeres.
La novela de Atwood se ha considerado una puesta en escena de estas relaciones de dominación. Algunos la interpretan como una denuncia de los excesos de una sociedad patriarcal que pronto nos conducirá a la distopía imaginada por la autora; otros creen que es una representación de lo que pasará si las mujeres insisten en mostrar el deseo sexual y sus manifestaciones como un peligro. Sin embargo, creo que la novela nos alerta sobre una amenaza más abarcadora, que incluye a hombres y mujeres en una trampa de la que todos somos prisioneros.
En esta obra, ejecutada de manera inteligente, es obvia la discusión que se establece con los debates del feminismo en boga en los años setenta y ochenta, los mismos que confronta Judith Butler en su clásico El género en disputa, en torno a la definición de las mujeres como un sujeto político esencialista que se opone a los hombres como bloque monolítico. Incluso esto ha servido para que algunos esgriman la novela como una advertencia: si las mujeres siguen desafiando el poder de los hombres, estos van a reaccionar y van a terminar sometidas de verdad. Sin embargo, la autora, en la introducción de la edición de 2017, aclara que no considera su novela feminista en el sentido de “un tratado ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la capacidad de elegir moralmente”. Por el contrario, en la novela las mujeres tienen personalidades y comportamientos diversos que las ubican de maneras diferentes en el funcionamiento de esa sociedad distópica.
La insistencia en este componente de la novela ha opacado los otros dos aspectos constitutivos de esta distopía: el totalitarismo y la religión. La historia transcurre, en un futuro indeterminado, en Estados Unidos. A raíz de un ataque terrorista, atribuido a los islamistas radicales (un guion ya obvio a principios de los ochenta), se clausura el Congreso, se suspende la Constitución y se instaura una dictadura teocrática cristiana: una de las sectas toma el poder y prohíbe las otras doctrinas. Lo primero que se hace es apartar a las mujeres del espacio público, confinarlas en sus casas y someterlas al poder masculino para garantizar la reproducción, pues la sociedad atraviesa una creciente infertilidad.
La narradora vivió esta transición, fue capturada después de intentar huir con su esposo y su hija, de quienes no conoce su destino, despojada de su nombre y reclutada como Criada por ser fértil. Las Criadas tienen como función embarazarse de los hombres casados para que sus esposas infértiles sean madres. De esta manera, nos conduce por el entrenamiento de las Criadas, a cargo de otras mujeres denominadas Tías, la llegada a una familia que puede costear sus servicios; por la cotidianidad de un régimen jerarquizado en el que los hombres tienen el poder y acceden a la vida pública, mientras las mujeres están confinadas a la vida doméstica y organizadas en categorías similares a las castas.
Los nutrientes de este horror, según la misma autora, son sus viajes por los países comunistas de Europa Oriental a principios de los años ochenta, donde conoció la forma de vivir bajo un régimen totalitario, y el puritanismo del siglo XVII, que siempre ha estado en el corazón de los Estados Unidos. De allí la cautela permanente de los personajes, la certeza de ser objeto de espionaje, los silencios, las maneras de transmitir información de forma indirecta, las desapariciones, la simbología bíblica, la iconografía religiosa. En este caso, se trata de instaurar una ideología para sustentar un régimen autoritario de carácter cristiano, pero podría ser comunista o islamista si la novela ocurriera en otro lugar del mundo. Lo mismo hicieron los bolcheviques, los nazis, el Estado Islámico o el gobierno budista de Birmania al perpetrar el genocidio rohinyá; solo por indicar unos pocos casos del último siglo. Atwood se propuso como regla de su ficción “no incluir en el libro ningún suceso que no hubiera ocurrido ya en lo que James Joyce llamaba la ‘pesadilla’ de la historia”. Es decir, la savia de esta distopía palpita en el interior de nuestro mundo.
Todos los personajes, tanto hombres como mujeres, intentan sustraerse a las leyes a través de prácticas clandestinas que nos dejan ver la trastienda del régimen. Estas actividades no solo incluyen los movimientos de resistencia, sino también los esfuerzos individuales de poner en acción el deseo, el gran enemigo de esta sociedad. Detrás de la condena del cuerpo y el sexo sin funciones reproductivas, está la proscripción de cualquier asomo de individualidad. El hecho de que los Comandantes, hombres encargados de salvaguardar el régimen, también subviertan las reglas para vivir sus deseos indica que no creen que sea una ideología natural, feliz; solo la usan como instrumento de poder, y ellos mismos son prisioneros de ese orden mutilador.
En este sentido, la novela de Atwood nos advierte sobre una tiranía inhumana que acecha nuestra vida y nos condena a todos, sin importar si es gestionada por hombres o mujeres. El verdadero peligro es el perfeccionamiento de un sistema que ubica la reproducción como un problema esencial de la humanidad, a partir de lo cual se clasifican los cuerpos en función de su anatomía; un modelo que apela a la tradición, los textos sagrados, la reivindicación de un pasado perfecto, la promesa de paraísos recobrados o imaginados; un orden que no admite alternativas, que persigue la singularidad, la diversidad y el deseo porque de un plumazo deshacen su hegemonía como una necesidad de las sociedades humanas. En este mundo, a todos, hombres y mujeres, nos cercenan los sentimientos, el placer y la palabra para alimentar un monstruo abstracto. Es eso lo que hay que destituir. Ya sabemos que de nada sirve cambiar el capataz si la fábrica de autómatas sigue siendo la misma.
Róbinson Grajales