En la noche de los tiempos la oscuridad dominaba el corazón del ser humano. El miedo, con todo su poder, se constituye como la emoción que signa nuestro destino de seres que narran: impulsados por el pavor intentamos explicar con historias los fenómenos más desconcertantes. Y nacieron los mitos. Por eso para H.P. Lovecraft, el cuento de horror sobrenatural es la forma más genuina y auténtica de la literatura.
Cosmos viene de orden. El universo, entonces, es un ordenamiento. Una explicación, una narración. Y es que narramos para normalizar el caos, para ordenar el maremágnum de la existencia. Hablamos con nosotros mismos y creamos rituales basados en la repetición —en la creencia, en apariencia inocua, de que seguimos un camino—, creyendo que tenemos un destino que cumplir. Así, mitigamos la soledad que supone nacer. La nada, aquello que estaba antes y que estará después (y por la cual estamos signados, condenados a un desamparo irremediable), queda relegada por una serie de relatos normalizadores, condescendientes. Sin embargo, en nuestro fuero interno habita el horror. El horror que amenaza nuestras certezas: ese terreno inhóspito y pesimista que es el cosmos sin orden, salvaje, oscuro e inexplorado. Es ahí donde germinan los relatos de H.P. Lovecraft: en la incertidumbre del hombre frente a la inmensidad del tiempo y el espacio. Su insignificancia mayúscula.
Los instintos más básicos, placer y dolor, son los componentes primarios de las ficciones que consumimos. Para Lovecraft, el dolor es más poderoso que el placer pues deja una huella profunda cuando lo padecemos. El placer, por más intenso que sea, siempre se difumina. Sin embargo, del dolor surge la cultura y sus castigos, sus leyes. Lo placentero y lo doloroso como manifestaciones de la voluntad de los dioses. Y la ira de éstos siempre sobrepasa su compasión, su bondad.
La noche cautiva porque es misteriosa. La noche nos recuerda que somos frágiles y que, en lo más profundo de nuestro ser, en las catacumbas del subconsciente, aún retumban ecos de una arcaica y desamparada animalidad. Es esa animalidad la que fundó el horror cósmico: ese miedo por los fenómenos inexplicables y recurrentes —imaginen de la perplejidad del ser humano primitivo al experimentar la muerte del sol y verse, sin más, sumergido en una oscuridad insondable—. Es un legado psíquico, un residuo de nuestro tránsito evolutivo.
Entendemos así que el dolor y el miedo dejan huella. Sus marcas son profundas. Las sombras, y no la luz ni el color, nos configuran. De ahí la fascinación por esta literatura: el miedo dura más que el amor; el dolor dura más que el placer. Y paradójicamente, atrae, hechiza, cautiva. Las emociones oscuras, en su extraña complejidad, proporcionan un misterio que invita a lanzarse a las tinieblas. Es, en cierto modo, un regreso a esa edad primitiva.
Horror cósmico: mundos insondables, dimensiones paralelas, sueños que se cristalizan y derivan en episodios de locura. Seres ancestrales que despiertan y alteran el orden establecido. Esa es la literatura de Lovecraft. No tiene relación con el dolor físico. Se aparta de ese efecto tan manido y profundiza en otro tipo de oscuridad: la del alma humana.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019