Dentro de cada uno hay una historia que sólo nosotros podemos contar. Experiencias únicas habitan en el fondo del pozo existencial esperando salir a la superficie. Muchas veces, éstas se difuminan, como un sueño fugaz y nunca más volvemos a recuperarlas.
Lo cierto es, como bien dice Eduardo Galeano, que estamos hechos de historias: somos narradores y nuestra materia prima es el modo en cual concebimos el mundo, el orden que le damos a este caos llamado vida.
Es una necesidad tan acuciante, que el ser humano se entregó, hace cientos de años, a la tarea de ordenar el firmamento, agruparlo en constelaciones, bautizarlas y fabricar una hermosa ficción cósmica intentando explicar su inefable existencia.
Incluso, hasta aquella persona que cree no tener la habilidad de contar, cuando duerme compone las ficciones más extraordinarias. Ordena el pasado, se sumerge en la oscura laguna de la memoria y recupera las huellas perdidas en el laberinto emocional que nos configura. Soñar, ese acto involuntario e íntimo, es leer la vida de otro modo. Escribir entonces, sólo es cuestión de traducir el libro que todos llevamos dentro.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
Una figura caribeña nos hizo muy felices con sus frases laberínticas y su visión carnavalesca de la triste realidad que nos tocó vivir y que nos configura. Un hombre que alzó su voz para renovar los mitos, para instaurar en medio de la nefasta, violenta y oscura cortina de lo real, la magia hiperbólica, poética y lúdica de su prosa. Gabo, tan cercano, tan familiar —lo llamamos Gabo, como si se tratara de un amigo— y a la vez tan mítico, tan fantástico. Él mismo, personaje macondiano, modernizó la lengua española con su capacidad expresiva.
Nació un 6 de marzo de 1927 en Aracataca, departamento del Magdalena. En una tierra pequeña, amarillenta y apacible. Un pueblo que encerraba el universo más rico de la literatura universal: las mil y una noches caribeñas, con gitanos lenguaraces, diluvios, epidemias de olvido y nubarrones de mariposas amarillas. Con ríos diáfanos y piedras pulidas como huevos prehistóricos.
Su abuelo, el general Nicolás Márquez, le habló de la guerra, de la muerte y lo introdujo en el reino de la imaginación, de la narración. Sus tías, mujeres supersticiosas, le enseñaron una realidad oculta, soterrada, fantasmagórica, que asaltaba la vida en la casa de vez en cuando para alterar la rutina. Ahí, en los relatos de infancia de su abuelo y sus tías, está el germen de toda su obra. Los personajes: todos de Aracataca, esa población sacudida por la hojarasca de la United Fruit Company.
Este dionisiaco narrador construyó su universo verbal con una pasión lectora sin límites. Fue un lector empedernido de los poetas del Siglo de oro español, de Rubén Darío. Su formación estuvo permeada por el movimiento poético “Piedra y Cielo”, en el frío internado de Zipaquirá. Leyó a Sófocles y a Kafka y aprendió el poder mágico de la palabra. Entendió, cuando leyó La metamorfosis, que contar historias era un arte similar a esa alquimia secreta que dominaban sus tías: convertir lo cotidiano en algo maravilloso. Revelar los secretos del alma humana y adentrarse en los intersticios de lo real con poesía.
Su estética es evasiva, lúdica, misteriosa. Es una marisma que envuelve, que embruja. Un ejercicio verbal chamánico que nos libera del yugo insufrible de la realidad. Un realismo mágico: es decir, desprovisto de la lógica, un esclavo que ha logrado romper las cadenas de la razón. Una fusión entre literatura y realidad que problematiza de forma distinta lo que nos configura como seres humanos. Con Gabo, todo lo sólido se desvanece en el aire. Todo es metáfora, hipérbole. El mundo vuelve a un estado primitivo de encantamiento por las palabras de este juglar caribeño: obsequiando al lector con una cascada luminosa de luz. García Márquez es el poeta de la imaginación.
Nos regaló el realismo mágico: una actitud frente a la vida, una manera de ser y estar en el mundo. Una “mamadera de gallo” que se eleva como un dragón entre las llamas de un continente caótico y emprende un vuelo portentoso hacia la eternidad. Un sabor que pulula en cada párrafo, en cada combinación de palabras. Un halo sobrecogedor de mitos, de leyendas. Un tiempo recobrado que nos asombra como si conociéramos el hielo por primera vez. En Gabo hay una manera de sentir que brota como una fuente primigenia y nos ahoga. Un nuevo orden, un nuevo mundo.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
“La literatura es la infancia por fin recuperada” dice George Bataille, señalando con clarividencia que toda imaginación tiene su origen en ese no-lugar que nos carcome silenciosamente, que nos dibuja todas las líneas, que mueve de forma imperceptible todas nuestras sombras. La infancia: utopía que se asoma como una isla a mediodía, borrosa, lejana, indiferente, pero que alberga la fuente de toda fantasía, de todo temor, de todo deseo.
La creación literaria está emparentada, entonces, con la niñez. Y Julio Cortázar, ese niño inmenso, es uno de sus máximos representantes. Porque el niño no piensa en el porvenir, el niño vive el momento. Es transgresor, habitante del hoy, outsider. Todo niño es vanguardista y destructor. Es creativo. Porque cada mirada infante es una mirada renovada, nueva. Además, infancia significa “sin capacidad de hablar”. Así, el artista niño es aquel que se ha desprendido del lenguaje, que puede desplazarse —internarse, deslizarse— en las fisuras de lo real en busca de lo que no tiene nombre.
Julio Cortázar encarna la niñez vidente, misteriosa, ambivalente. Su literatura, heredera de los surrealistas, es una embriagadora exploración onírica. Una travesía reveladora por los intersticios de la cotidianidad. Travesía de la que ningún lector regresa intacto. Un viaje que siempre es abismo, pérdida; una despedida de lo convencional. Y es que Cortázar fue irreverente, innovador: buscó siempre una inocencia creativa, un constante destruir para volver a crear. Siempre, proteico, caminó sobre territorios inexplorados, en contravía de lo establecido: chocando contra las normas.
De ahí que su obra sea siempre fundadora, siempre iniciática. Vanguardista de tiempo completo, Cortázar nos ilustra un mundo que no tiene una forma determinada, que no alberga ninguna verdad inmutable. Su prosa no cesa de horadar en las numerosas, profundas y oscuras facetas de la realidad. Porque en la realidad habitan muchos mundos —y se tarda un día en darle la vuelta a ochenta de ellos—.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
En la noche de los tiempos la oscuridad dominaba el corazón del ser humano. El miedo, con todo su poder, se constituye como la emoción que signa nuestro destino de seres que narran: impulsados por el pavor intentamos explicar con historias los fenómenos más desconcertantes. Y nacieron los mitos. Por eso para H.P. Lovecraft, el cuento de horror sobrenatural es la forma más genuina y auténtica de la literatura.
Cosmos viene de orden. El universo, entonces, es un ordenamiento. Una explicación, una narración. Y es que narramos para normalizar el caos, para ordenar el maremágnum de la existencia. Hablamos con nosotros mismos y creamos rituales basados en la repetición —en la creencia, en apariencia inocua, de que seguimos un camino—, creyendo que tenemos un destino que cumplir. Así, mitigamos la soledad que supone nacer. La nada, aquello que estaba antes y que estará después (y por la cual estamos signados, condenados a un desamparo irremediable), queda relegada por una serie de relatos normalizadores, condescendientes. Sin embargo, en nuestro fuero interno habita el horror. El horror que amenaza nuestras certezas: ese terreno inhóspito y pesimista que es el cosmos sin orden, salvaje, oscuro e inexplorado. Es ahí donde germinan los relatos de H.P. Lovecraft: en la incertidumbre del hombre frente a la inmensidad del tiempo y el espacio. Su insignificancia mayúscula.
Los instintos más básicos, placer y dolor, son los componentes primarios de las ficciones que consumimos. Para Lovecraft, el dolor es más poderoso que el placer pues deja una huella profunda cuando lo padecemos. El placer, por más intenso que sea, siempre se difumina. Sin embargo, del dolor surge la cultura y sus castigos, sus leyes. Lo placentero y lo doloroso como manifestaciones de la voluntad de los dioses. Y la ira de éstos siempre sobrepasa su compasión, su bondad.
La noche cautiva porque es misteriosa. La noche nos recuerda que somos frágiles y que, en lo más profundo de nuestro ser, en las catacumbas del subconsciente, aún retumban ecos de una arcaica y desamparada animalidad. Es esa animalidad la que fundó el horror cósmico: ese miedo por los fenómenos inexplicables y recurrentes —imaginen de la perplejidad del ser humano primitivo al experimentar la muerte del sol y verse, sin más, sumergido en una oscuridad insondable—. Es un legado psíquico, un residuo de nuestro tránsito evolutivo.
Entendemos así que el dolor y el miedo dejan huella. Sus marcas son profundas. Las sombras, y no la luz ni el color, nos configuran. De ahí la fascinación por esta literatura: el miedo dura más que el amor; el dolor dura más que el placer. Y paradójicamente, atrae, hechiza, cautiva. Las emociones oscuras, en su extraña complejidad, proporcionan un misterio que invita a lanzarse a las tinieblas. Es, en cierto modo, un regreso a esa edad primitiva.
Horror cósmico: mundos insondables, dimensiones paralelas, sueños que se cristalizan y derivan en episodios de locura. Seres ancestrales que despiertan y alteran el orden establecido. Esa es la literatura de Lovecraft. No tiene relación con el dolor físico. Se aparta de ese efecto tan manido y profundiza en otro tipo de oscuridad: la del alma humana.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019
Construir un personaje
El personaje principal de un cuento es su núcleo. Impulsa la narración y hace que el lector desee bucear en el alma artificial que tiene ante sus ojos. Porque leer no es otra cosa que sumergirse en otras conciencias, en otras miradas, en otros mundos. Así, entendemos que la construcción de un personaje es una suerte de parto. Un parto calculado, meticuloso. Arduo: porque debemos crear una ilusión de realidad; dotar, con humildes palabras, de carne y hueso a un ser que no existe. Y por si fuera poco, atrapar al lector.
Un personaje no puede ser una caricatura. Debe proyectar muchos matices —luces y sombras que brinden profundidad al retrato— y resultar auténticos para el lector. ¿Cómo lograrlo? Construyendo personajes que reflejen la complejidad humana; que estén traspasados por las cuitas que nos aquejan, que nos derrotan, que nos marcan. Con las contradicciones, con los anhelos, con los defectos que nos configuran como seres humanos. Sólo así lograremos que a un lector le importe seguir sus pasos, sólo así lograremos que se identifique con nuestra creación.
Existen dos formas de dar vida a un personaje: mostrando y describiendo. Describimos y revelamos detalles de nuestro personaje; lo retratamos cuando actúa, cuando habla, cuando piensa, cuando siente, cuando reacciona. Vemos el mundo a través de sus ojos. Mostramos y a la vez dotamos a la narración de un ritmo determinado. Hacemos digresiones para crear tensión, aumentar el suspense y, de paso, arrojar luz sobre nuestra criatura: sus hábitos, su pasado, su manera de ser, estar y entender el mundo. Eso sí: a cuentagotas. Debemos recordar que de igual forma que en la vida real, nunca te quitas la máscara a las primeras de cambio.
Construimos nuestro personaje mediante los siguientes métodos:
Acción: Trasmites información significativa indicando el modo de proceder de tu personaje en determinadas circunstancias.
Apariencia: La forma de vestir ubica socialmente al personaje. Su lugar en el mundo.
Habla: Mediante el vocabulario indicamos la manera de ser del personaje, así como su procedencia, su edad, su carácter.
Pensamiento: Su filosofía de vida, su psiquis. Sus sombras, sus secretos. Nada más atractivo para un lector que acceder a los pensamientos de otra persona.
Escenario
La psiquis del personaje, sus avatares, sus cuitas, sus paradojas, son el epicentro del relato. Sin embargo, no podemos olvidar el escenario. Es preciso recordar que los personajes son lo que son porque están inmersos en un contexto; porque habitan un mundo. Juegan un papel primordial, en la configuración del carácter, en el desarrollo de la trama, la época, el escenario, la ciudad donde transcurren los hechos de nuestras historias.
Los lectores esperan siempre que aquello que están leyendo sea creíble. Se sumergen en las páginas en busca de mundos posibles. ¿Por qué? Porque ansían vivir en ese mundo hecho de palabras y convivir con los personajes. Ahí, el escenario sitúa al lector, lo posiciona de manera física: ¿Qué sería de las historias de Cortázar sin París, de las historias de Auster sin Nueva York? Las historias, entonces, ancladas a un lugar, a un contexto, atrapan al lector porque lo ubican espacialmente —aunque el lugar no exista sino en las páginas que está leyendo.
De esta certeza, se desprenden algunas estrategias: usar las descripciones del decorado como una oportunidad para crear una atmósfera. Alimentar el paisaje emocional del relato. Un ejemplo de esto es el famoso inicio del relato de Edgar Allan Poe, La caída de la casa Usher. De igual forma, para involucrar al lector, asociamos el clima con sus sentimientos, con sus emociones. Además, el clima hace más creíble la sensación de estar en determinado lugar, lo cual nos ayuda en la tarea de atrapar al lector.
Temática
Es preciso definir cuál es la imagen predominante en nuestro relato pues de ésta se desprende todo su andamiaje. Lo sostiene. El tema es el recipiente sobre el cual vertimos nuestra idea del mundo y, por tanto, es determinante. Como idea unificadora, la temática se presenta como una imagen recurrente. Se sirve de la metáfora, del símbolo. No es necesaria una moraleja: no vamos a resolver nada con nuestro cuento; no vamos a aleccionar.
El tema no es otra cosa que un enfoque que el escritor hace sobre un aspecto de la condición humana. Un aspecto que conoce, que ha investigado y que resulta revelador o perturbador.
La construcción de la trama
Para confeccionar una trama debemos saber de qué vamos a hablar. El tema es trascendental. De ahí saldrá el conjunto de voces y demás elementos que nos permitirán edificar nuestro relato. El tema nos da también la estructura, el ritmo y el estilo. El tema es lo que le da unidad al relato; es el punto de partida de toda construcción verbal. No basta, sin embargo, con un tema interesante. El tema más atractivo pero relatado de manera incorrecta, fracasa. Es preciso que atrapemos al lector.
El tema interesa pero la trama atrapa. En esta tarea son vitales las emociones, los giros, las digresiones, el suspense. No basta con registrar un acontecimiento tras otro; superponer escenas en orden cronológico. Debemos inmiscuir al lector en ese entramado. Recuerden que texto, etimológicamente, viene de “tejido”: una urdimbre, un tapiz intrincado; la ilación de acciones —avanzando de manera paradójica: retrocediendo para dar puntadas—.
En dicha ilación deben converger los personajes, sus motivaciones y deseos, y los conflictos que los configuran. Debe existir intriga y tensión: una lucha entre los deseos de los personajes y las fuerzas que se oponen a dichos deseos. Además, es necesario que distribuyamos todo esto de manera literaria, es decir, realizar una composición.
Así, se introducen “motivos”: son tópicos que vienen dados por la tradición literaria ( El sueño premonitorio, el cuento dentro de un cuento, la biografía del personaje nuevo, la narración de hechos futuros, el niño perdido que reaparece como héroe, etc). Estos motivos, si no se les da un tratamiento correcto, juegan en nuestra contra y se vuelven lugares comunes. De ahí que nos sirvamos de ellos pero siempre pensando en dotar al relato de una estética —reconocible y enmarcada en lo que el relato que intentamos construir pide.
Por: Gabriel Rodríguez
Cali, Colombia 2019